viernes, 6 de febrero de 2009

Algunos extraños sucesos del preámbulo blasfemo

I El cuerpo yacía inmóvil en la mitad de la calle, en derredor una decena de individuos mortecinos admiraba la escena sintiéndose con suerte. Habían cubierto la cara con una vieja chaqueta a cuadros. Un hombre bajo de aspecto desaliñado tocaba las arterias del cuello al tiempo que giraba la cabeza dando a entender que había muerto. De contado, decía, pobre mujer. De entre los pliegues raídos de las telas muy usadas se escapaba la pálida forma de una mano, delicada, casi tierna, con un anillo que simulaba espirales en uno de sus dedos. Lo reconocí, esa forma estaba grabada en lo más profundo de mi mente; ese anillo la había acompañado desde que la conocí. Sentí un temor intenso que se mesclaba con arcadas constantes; era miedo y asco a partes iguales. ¡María Pilar! Grité. Una ráfaga de viento levantó las telas y pude ver su cara en contacto con el suelo al tiempo que unas gotas espesas llamaron mi atención por simular los residuos de cera que se pegan a las imágenes de los santos. Me incliné ante el cuerpo de Pilar, era ella, pero ya no más, los fluidos habían decorado todo el piso con un color carmesí profundo. Percibía extrañas emanaciones, seguramente era el olor de la muerte, lo había sentido en las viejas tercenas de la Ciudadela México. Una mujer desagradable me tomó del brazo. ¿La conoce? Preguntó nerviosa. Pude fijarme en el ojo de la mujer, era una órbita llena de un gris que atraía pesadumbre. Era el ojo de un muerto, pensé. Los ojos de Pilar estaban abiertos, lucían hermosos pero de a poco una sombra los empañaba para hundirlos definitivamente en el sueño de los tiempos. ¿La conoce? Volvió a repetir con insistencia. La conocí, dije: mire sus manos señora, sabe, tocaba el piano, tocaba como los dioses aunque no sacaba nota alguna, pero lo tocaba con sensualidad, apreciaba la madera y su nobleza. La conocí, grité, la amé además. En ese momento vi a la gente que retrocedía aterrorizada; las manos empezaron a moverse en agitadas convulsiones, el cuerpo entero parecía incorporarse sobre las maltrechas rodillas. Los espasmos cesaron mientras un sabor amargo recorría mi garganta para hundirse en un intenso dolor abdominal. Cerca de su mano yacía destruido un aparato celular. Empezó a timbrar. Las notas que emitía eran tan vulgares que en un instante pensé que se trataba de un sueño grotesco. ¡Qué alguien conteste, por Dios! Alargué mi mano para tomar el aparato, deseaba que se callara antes que otra cosa, deseaba que ese timbre dejara de sonar; cuando contesté, era yo el que hablaba al otro lado de la línea.