Por José Vicente Pascual
fuente: http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=4148
El pasado lunes, paseando por Santiago con
Xosé Antonio López Silva y su mujer, Ana, descubrimos que no hay en el
mundo un lugar más desolado, fantasmal, que un cementerio sin difuntos.
Xosé Antonio es un gallego que transpira la vieja sabiduría de esta
civilización al puro noroeste, entre brumas como como canciones
antiguas y cielos del color de las narraciones fantásticas; y al mismo
tiempo es un hombre de nuestra época, involucrado en la cultura como
voluntad universal de razón y belleza, dos cosas que son en el fondo la
misma cosa. Citarnos con él y con Ana se convirtió en una pequeña,
apasionante aventura, tanto por la ilusión de la ida como por las
peripecias del regreso, perdidos Sonia y yo en caminos inverosímiles, en
la noche de brujas y en medio de bosques donde lo natural es que nos
hubiera salido al paso el bandido Fendetestas con su secular grito de
guerra: "¡Alto ahí, me caso en Soria!". Finalmente, el navegador dio con
la ruta adecuada. Le costó pero lo consiguió. Aquí la vida no es fácil.
En Santiago, paseando y charlando de las últimas publicaciones de Xosé Antonio ("De santos y milagros", inédito de Cunqueiro, y la traducción de "El libro de cocina"
de Alice B. Toklas, y de alguna cosa mía que también acaba de aparecer
en forma de libro... En fin, entre un tema y otro acabamos en el parque
de Santo Domingos de Bonaval. Ana, que conoce la zona perfectamente
porque hasta hace nada ha trabajado allí de bibliotecaria, nos enseñó
los entornos y el famoso cementerio de restos trasladados. No había
percibido la potestad dramática de un paisaje desde hace años, cuando
visité en compañía de Antonio Enrique el
poblado fantasma de lo que fueron instalaciones mineras en Alquife
(Granada). La maquinaria,viviendas y almacenes abandonados tienen su
misterio, pero los nichos y las tumbas dejados de la mano de Dios tienen
un quién sabe de vacío sideral, como de lamento sin forma y llanto sin
propósito, como plañir por la vida porque se echa de menos la muerte,
que da sentido a todo.
Un cementerio vacío es el lugar más inútil del mundo. Y el más
sobrecogedor. La representación de la muerte en puro concepto,
representada pero no encarnada, como elemental recordatorio de
nuestro sic transit, resulta de una lógica un poco cruel. Un cementerio
sin difuntos es tan absurdo como la vida sin la perspectiva de la
muerte, la que cohesiona y otorga razón a nuestro paso por este mundo.
El cementerio que no es un cementerio de Santo Domingos de Bonaval es
tan rotundo, en este aspecto, como el aserto clásico: Ex nihilo, nihil.
Por cierto, me contaba Xosé Antonio que el auténtico problema que
se planteó con el traslado del cementerio no fue el
escatológico/metafísico (eso son garambainas de escritores). Lo que
fastidió a muchos es que sus familiares y allegados difuntos fueran a
mezclarse democráticamente con a saber quién. Al parecer, hubo un
curioso trasiego de huesos y cenizas en Santiago, en espera de que la
administración resolviese el contencioso.
De todo lo cual deduzco que un cementerio vacío es un paisaje
infinito y también una ocasión estupenda para la infinita capacidad
humana de olvidar el presente y aferrarse al privilegio del pasado. El
nombre y los apellidos pesan más que la eternidad, decían los legatarios
de los huesos y restos embalados para la mudanza. ¿Será verdad?
Como diría Xosé Antonio, a la gallega: Será..
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