Por Ángela Martin Laiton
Entran
los violines, suaves, irrevocables, precisos en cada toque, en cada cuerda, con
la decisión de una mujer que transgredió la literatura en un contexto histórico
en que la escritura femenina era un pasatiempo y no una profesión. Toman fuerza
los violines, parece que danzan en la habitación propia de Virginia Woolf, esa
que manifestó abiertamente necesitar para explorar la conciencia de un día en
la vida de la señora Dalloway. Tanta desesperación junta, toda la explosión del
sentir de las mujeres a través de la vida en el retrato de lo que fuera un día,
un instante.
Cae
la señora Woolf absorta en sus pensamientos, en cada una de las reflexiones
diarias que le daba a la armonía de sus textos, danzando en una realidad
burguesa que ninguna de sus seguidoras pretendemos negar. Danza, danza,
Virginia Woolf, en el círculo de Bloomsbury, con la crítica mordaz a la
religión y la ideología que se pretendía liberal en el contexto.
“Buenas
noches, buenas noches. ¿Va en esta dirección? —Lo siento, voy en la otra”, nos
dice en el cuarteto de cuerdas después de perderse en el éxtasis de la música y
recrear la vida en los respiros que se dan mientras suenan los violines de
fondo. Va viajando en la experiencia estética que es para Adeline el arte, y en
medio de su ingenio nos deja este cuento donde casi, casi puedes ir escuchando
cómo sube o baja el ritmo, cómo se precipita el sonido en las letras que va
componiendo la escritora.
La
música era el principio y la perfección de las artes para Woolf. En una de sus
cartas afirmó abiertamente: “Siempre pienso mis libros como música antes de
escribirlos”, y no es casualidad que en cuentos como el que menciono
anteriormente nos describiera la percepción tan apasionada e íntima que tenía
de la música. A Virginia Woolf le atribuyen el gusto por Mozart, su afinidad
con las óperas de este compositor, y hasta el encuentro de una de sus obras
cúspides como Las olas con La flauta mágica.
A
Virginia Woolf la conocí en Una habitación propia. Me caló los huesos la
elegancia un poco sórdida con la que hablaba de lo que significa hacer
literatura siendo mujer, la humillación que sufre cuando le impiden entrar en
una biblioteca por no ir acompañada de un hombre, la ira con la que se refugia
en la entrada de una capilla y piensa en los espacios a los que relegaron a las
mujeres por miedo a sus impulsos impúdicos, “incluso la tristeza del
cristianismo, en aquel ambiente sereno, se asemejaba más al recuerdo de la tristeza
que a la propia tristeza”.
Se
abren los violines en una tonada desesperada, intranquila, rápida. Pretenden
llevarse toda la miseria de la guerra y los miedos con los que vive la gente en
medio de ella, esa guerra que le tocó vivir a la señora Woolf en un siglo en el
que todos nos despedazamos con todos. La trataron de loca por sus depresiones y
ella sólo pudo huir de sí misma y de la gente con la obsesión de su escritura;
una y otra vez pensaba con milimétrica medida los detalles que destacan sus
obras.
A
Virginia Woolf la conocí una tarde en medio de la tristeza cuando di con sus
textos, con su sentir mujer que muchas proclamamos feminismo. A Adeline
Virginia Stephen (Woolf) la conocí en un texto que dejó a su esposo cuando los
violines en su cabeza pararon de sonar. Woolf revisó sus más de 27 diarios y
descubrió que el asco a la guerra, a la estupidez humana y a veces a la vida
misma la estaba dejando sin letras. Vio con asombro cómo voces y voces invadían
su cabeza sin que ella tuviera a mano la única arma que la había mantenido
viva: las letras.
La
veo entonces caminar hacia el río poniendo pacientemente piedritas en sus
bolsillos, una por Las olas y la soledad de sus seis personajes; otra por
aquella escena del Dreadnought hoax, mientras piensa en lo guapa que se veía
con barba y ropa de príncipe abisinio: va una piedra más por sus amores
lésbicos y la pasión que le despertaban las mujeres, piensa entonces en su paso
por el amor y lentamente pone unas cuantas por Leonard Woolf, porque como se lo
dijo en la última carta, le debía toda su felicidad a él: “Todo el mundo lo
sabe. Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido
excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más
tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices que lo que hemos sido
tú y yo”. Sigue caminando absorta en sus recuerdos, en sus pensamientos. Unas
piedritas por la literatura, por las letras, por el sentido artístico de la
vida. Entra al río la bella Virginia Woolf sin perder los violines que en su
cabeza van dando lentos toques fúnebres. Después, el silencio.
Fuente: http://www.elespectador.com/noticias/cultura/sonata-funebre-virginia-woolf-articulo-510738
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