Por Fernando Iwasaki
«La forza che non sa formarsi in tempo, bisonte o uomo o condor»
Italo Calvino, Il castello dei destini incrociati
A
RAÍZ DE mi visita a la tumba del poeta José Joaquín Olmedo en el
Cementerio General de Guayaquil, he tenido que remitir a algunos amigos a
mi álbum Necrijón,
para que les conste que mi curiosidad funeraria no es necrófila sino
literaria. Sin embargo, mentiría si no admitiera que los cementerios
atesoran historias tan persuasivas y conmovedoras como la del Cóndor de
Père-Lachaise, el mayor de los cementerios de París.
En
Père-Lachaise están sepultados Molière, Balzac, Proust y Óscar Wilde,
cuya tumba está barnizada de besos de carmín y de furiosas declaraciones
de amor garrapateadas con barras de labios.

Oscar
Wilde fue enterrado por el dueño de la pensión Alsacia (hoy, Hotel
«L’Hotel» en la rue de Beaux Arts) en una tumba para indigentes del
cementerio de Bagneux, de donde fue traslado a Père-Lachaise gracias a
la generosa donación de una lectora. Sin embargo, ante las constantes
profanaciones de la tumba de Wilde, en 1914 sus admiradores colocaron
sobre la fosa un gigantesco monolito del escultor Jacob Epstein, que
representa una esfinge andrógina. Por desgracia, una mañana de 1922 la
esfinge amaneció castrada y gracias a una anónima denuncia la policía
recuperó la reliquia de la casa de una pareja de homosexuales. Desde
entonces aquel aderezo genital sirve de pisapapeles en la mesa del
director del cementerio de Père-Lachaise.
Personalmente
no le hallo la gracia al manflorita que protege los escombros de Wilde,
ya que en Père-Lachaise hay monumentos funerarios bellísimos y hasta de
un provocador sentido del humor, como el busto del actor, cantautor y
dibujante André Gill, a quien nunca le falta una flor en el ojal desde
que falleció en 1885.

Así
fue como descubrí al Cóndor de Père-Lachaise, mientras contemplaba la
figura yacente del periodista Víctor Noir (1848-1870), asesinado por
Pierre Bonaparte la víspera de su boda; es decir, en ardor de castidad.
Sin duda que al escultor Jules Dalou no se le escapó aquel detalle,
porque inmortalizó a Víctor Noir con una erección tan majestuosa, que su
tumba se ha convertido en lugar de peregrinación del mujerío más
variopinto, desde curiosas y calentorras hasta frígidas y estériles,
pasando por mitómanas y performers.
Las leyendas urbanas aseguran que besos, tocaciones y arrenalgamientos
conllevan distintas prestaciones, y por eso la entrepierna de Víctor
Noir luce un bronce bruñido, mientras el resto de la escultura sufre la
gonorrea del verdín.

Sin
embargo, junto a la tumba de Víctor Noir se levanta un solemne mausoleo
consagrado a la memoria de un muchacho de dieciséis años fallecido en
1890, quien por entonces ya sería todo un jovencito aunque hoy habría
sido un niño grande y pasmarote, de esos que todavía reclaman los besos
de los padres, porque los dieciséis es la edad de las últimas ternezas y
de los primeros desvaríos pavícolas.

No
le habría prestado mayor atención a dicho mausoleo –¡uno más entre
miles!-, de no haber reconocido sobre la cancela de la entrada un escudo
que vi por primera vez en el monedero que me dio mi abuela guayaquileña
el día que cumplí ocho años: «Guárdalo –me dijo-, porque este monedero
me lo regalaron a mí cuando era chica y éste es el escudo de Ecuador.
Acuérdate siempre». Sí, repujado en hierro reconocí el escudo de Ecuador
y más arriba leí el nombre de la familia: YCAZA.

Cuando
era alumno universitario e incluso cuando impartía mis remotas clases
de historia en la Facultad de Letras, aquel mausoleo me habría servido
para escribir un ensayo sobre las oligarquías exportadoras de cacao,
para publicar un estudio acerca de las burguesías latinoamericanas en
París o para reflexionar muy campanudamente sobre la identidad y el
estado-nación. Sin embargo, la tumba de Juan Martín de Ycaza (1874-1890)
me conmovió porque ahora soy un latinoamericano transterrado en Europa y
porque también soy padre de un chico de dieciséis años, la misma edad
en la que murió Juan Martín.
En
el muro frontero a las rijosas reliquias de Víctor Noir, podemos leer
que Juan Martín de Ycaza fue reclamado por Dios el 25 de mayo de 1890 y,
sobre tres lágrimas buriladas en el granito -como una metáfora de
infinito dolor- leemos sa mère inconsolable, su madre desconsolada.

Me
gustaría saber si Juan Martín de Ycaza habría muerto víctima de alguna
de las epidemias de la época, carcomido por una feroz enfermedad de
nacimiento, como consecuencia de algún accidente fatal o quizá en el
campo de batalla, peleando bajo el pabellón de un país que no era el
suyo, porque su verdadero país -el de sus padres y el de las míticas
historias de la primera infancia- era el del escudo del monedero de mi
abuela: Ecuador.
En
el cementerio de Père-Lachaise hay muchos muertos ilustres que me
atraen como latinoamericano, pero nadie me había conmovido tanto como el
joven Juan Martín. Ni los guatemaltecos Miguel Angel Asturias ni
Enrique Gómez Carrillo, ni mi paisano José Ignacio Merino ni el
colombiano Rufino José Cuervo.
Aunque
los padres de Juan Martín acudieron a los artistas y arquitectos
parisinos más prestigiosos de su tiempo, el mausoleo de su niño ha
envejecido y languidece en el olvido, a pesar de los bronces finos, los
preciosos vitrales y los hierros forjados. Juan Martín murió como un
señorito, pero cien años después se ha convertido en un proletario más
entre las tumbas sin flores de Père-Lachaise.
En
el Cementerio General de Guayaquil vi el mausoleo de la familia
Ycaza-Gaínza y me acordé del Cóndor de Père-Lachaise. ¿Sería
guayaquileña -como mi abuela- la familia de Juan Martín? Manuela Franco
me regaló el monedero cuyo escudo reconocí en un cementerio de París
para narrar así esta historia que por fin puedo devolver a mis paisanos
de Guayaquil, aunque uno haya nacido en Lima y viva en Sevilla.
La
próxima vez que vaya a París, sembraré semillas de Guayacán a la vera
de Juan Martín y le leeré unos versos de Alfredo Gangotena que no pudo
conocer, pero que habría entendido de maravilla:
Accourez, vous tous ceux du bocage,
avec cristaux et palmiers,
avec la fièvre des yeux et autant d’autres clartés.
Me
pregunto si algún descendiente de la familia de Juan Martín se
reconocerá como deudo suyo después de leer esta crónica, pues a mí el
Cóndor de Père-Lachaise me concierne porque es una suerte de consulado
fantasma para nosotros los desterrados, porque mi abuela me pidió que
jamás olvidara aquel escudo y porque todos los niños muertos son mis
hijos, como en los desolados versos de Rimbaud.
Sevilla, septiembre de 2012
fuente: http://www.gkillcity.com/index.php/el-chongo/1010-el-condor-de-pere-lachaise
No hay comentarios:
Publicar un comentario