Los cementerios
vivientes surgieron hace dos siglos, pero a pesar de la antigüedad de la fecha
no fue hasta bien entrado el presente que el desarrollo de la idea —y después
la moda y por último la industria— pusieron en peligro la seguridad nacional.
Algunos asocian su
aparición con el fin de la industria automovilística. Un exvendedor de autos
usados se convirtió en el primer hombre-cementerio. Una salida desesperada
frente al desempleo. Otros lo vieron como la solución de un grave problema.
Debe recordarse que para esa fecha quedaron descartadas las incineraciones. El
combustible restringido a tareas más útiles. Prohibidos los procedimientos
electroquímicos para abolir los cuerpos. Todo a causa de la elevada
contaminación de la atmósfera. Con los cementerios abolidos por la falta de
lugar disponible, no quedaba terreno para almacenar cadáveres. Las bóvedas y
tumbas limitadas a un puñado de familias multimillonarias. Protegidas por los
muros de las pocas mansiones que sobrevivieron a la desaparición de las
viviendas unifamiliares y siempre bajo la amenaza de un nuevo litigio. Los
descendientes contra la voluntad hereditaria de los que intentaban permanecer
bajo suelo. Cuando no resultó prohibitivo residir en el espacio, los hombres se
dieron cuenta que era un empeño triste. Todos volvieron a sus orígenes. No para
prolongar la vida—los organismos agotados pese a las renovaciones periódicas de
sus partes—, sino para morir bajo un suelo que antes fue fértil y no siempre
acabado como en otros mundos. El problema era que ya no quedaba tierra para
llenarla de huesos.
Al comienzo la crisis
originó varias iniciativas. Algunas resultaron novedosas. Otras, provisionales,
sirvieron únicamente de consuelo momentáneo. Se lloraba al principio al
familiar. Luego era un estorbo. El remedio simple de dejar al muerto en casa
resultó más que engorroso. A consecuencia de vivir entre ochocientos y mil
años, se moría simplemente por el desgaste generalizado de las moléculas.
Cuando llegaba el momento, el fallecimiento ocurría al partirse una uña.
También por un roce a destiempo o debido a la caída de una pestaña. Eran
fulminantes un ruido sorpresivo y una claridad momentánea. Muchos preferían
pasar encerrados sus últimos veinte años de existencia, a oscuras y en un
silencio absoluto. Se impuso tener el cuerpo completamente depilado y usar
siempre guantes y medias al llegar a la vejez. Pero siempre era imposible
librarse de un pequeño accidente: un estornudo sorpresivo, un ronquido en medio
del sueño, el leve sobresalto al equivocar la pronunciación de una palabra o el
orden de una frase.
Con el fin comenzaba
el procedimiento tedioso de deshacerse de aquello. Desde hacía siglos las
escuelas y los laboratorios no admitían cadáveres. Les bastaban los modelos
computadorizados, elaborados gracias a los enormes bancos de datos genéticos.
Si los despojos no servían para la enseñanza y la investigación, tampoco eran
útiles para los tratamientos. La técnica de los trasplantes —abandonada por
resultar engorrosa y demasiado cara— era apenas una referencia histórica en los
tratados médicos, anterior a la generalización de los cultivos de órganos en
cada persona. La estética y el arte culinario no sirvieron de alivio. Los
cuerpos embalsamados y las esculturas de carne procesada fueron pronto retirados
de los museos, a causa de sus elevados costos de mantenimiento y la falta de
popularidad. El público rechazaba cada vez más las formas sólidas y las
galerías únicamente mostraban obras intangibles. Los que cultivaban frutas y
vegetales exóticos —mediante la aplicación de procedimientos orgánicos—
preferían los abonos elaborados con materias clonadas, cuyas cantidades de
grasas y carbohidratos podían ser reguladas. Así satisfacían mejor las antiguas
normas. Resultaba más fácil cumplir estas exigencias sin recurrir a los
residuos humanos. Gracias al perfeccionamiento del equilibrio fisiológico —el
peso perfecto y el balance adecuado entre el gasto y el consumo de energía
vital— se disfrutaba de una existencia prolongada y de un cuerpo de composición
saludable. Pero ese organismo casi puro resultaba insulso a la hora de añadir
un gusto peculiar a un tubérculo y el dulzor característico a ciertas frutas.
De esta forma, en las viviendas se iban acumulando los desechos familiares. Por
lo general se almacenaban en la sala y el cuarto de los abuelos. Hablamos de
residencias medianamente privilegiadas. Salvo los muy ricos, nadie contaba con
un sótano, un cuarto de desahogo o una habitación de criados —lugares mucho más
convenientes para ese propósito. Se trataba —es bueno aclarar— de una cuestión
de espacio y no de higiene o decoración. Un material especial impedía la
descomposición, y por consiguiente los malos olores, los líquidos viscosos y la
materia putrefacta. Al principio todo se redujo a una bolsa de color opaco.
Pronto imperaron diseños más apropiados al ambiente hogareño. Tras esa chimenea
de leños de fulgurantes colores, de ese paisaje con picos nevados al fondo y
ese mar a veces apacible y otras tormentoso —que una ventana decorada mostraba
en todo su esplendor— existía un puñado de muertos.
También se intentaron
otros remedios. El empleo de las reducciones tuvo un auge promisorio y un
destino vulgar. Alcanzaba la cima del gusto popular y una fidelidad ajena a las
diferencias regionales, cuando sufrió un golpe mortal. Apenas vale la pena
entrar en detalles. Cada vez era más frecuente ver en los estantes de ribetes
dorados, sobre las mesas de laca policromada y encima de los aparadores de
diseño refinado a los antepasados. Allí, concentrados en unas pocas pulgadas,
presidieron ceremonias domésticas y actos íntimos y cotidianos. Su esplendor
fue una experiencia efímera. Al principio, los diminutos desaparecidos se
conservaban en pomos más o menos sobrios. Los envases cayeron en desuso cuando
nació la tendencia de rodearlos de un medio virtual. Era aparentar a escala
reducida una larga trayectoria, concentrada en gestos y entornos
representativos. Comenzó a extenderse la costumbre de vestir a los pequeños
difuntos con trajes alegóricos. Durante las fiestas navideñas y en las
celebraciones de fin de año representaban el anuncio promisorio de la felicidad
al doblar la última página del calendario. Se impuso la tradición de que cada
vecino prestara a sus muertos para un desfile en miniatura en ocasión de las fiestas
patrias. Una marcha inmóvil de breves cadáveres festejó —aniversario tras
aniversario— el día de la recordación de los caídos en combates por lo demás
olvidados.
Daba la impresión de
haberse encontrado la clave que abolía el problema, cuando en realidad lo que
se extendía era el principio que terminó por aniquilar el método. El rumbo
hacia la destrucción tuvo su origen en la súplica de un director de colegio,
quien pidió —minutos antes de morir— ser entregado de premio al primer
expediente del curso. Seguidamente los educadores propugnaron la conversión de
los niños en los encargados del panteón doméstico. Apenas unos pocos
reaccionarios despreciaron la propuesta. Se consideró que constituía una forma
novedosa de inculcarles a los pequeños la responsabilidad y el respeto hacia
sus antecesores. De inmediato el Congreso aprobó el convertir en tintero al
último presidente, con la estilográfica de firmar los decretos más importantes
sobresaliente en la cabeza. Se aclaró que el decreto era invulnerable a cualquier
intento de profanación del exmandatario, ya que la ceremonia nunca se llevaba a
cabo y el tintero permanecería inmaculado en una vitrina. Los documentos
estatales no existían en papel, reducidos a un conjunto de cifras y algoritmos
interpretados por los sistemas a cargo de las funciones reguladoras. A partir
de ese gesto loable, surgieron varias iniciativas que realzaron el valor
práctico de un sentimiento inspirador. Los escritores más famosos fueron
utilizados como separadores de libros, en las bibliotecas donde se conservaban
los pocos ejemplares impresos que aún existían. Varios magistrados del Tribunal
Supremo se destinaron a sustituir los mazos de imponer el orden y que servían
de anuncio a las sentencias en los tribunales más importantes de la nación.
Otro ritual abandonado. Los juicios se celebraban sin acusados, fiscales,
abogados y jurados. Apenas un diálogo entre los chips colocados en cerebros a
veces situados a miles de kilómetros de distancia, y la sentencia se trasmitía
a la mente del culpable cuando concluía el caso. Un fallecido mayor general de
las fuerzas armadas se convirtió en la llave necesaria para activar los
sistemas espaciales de destrucción. Los antiguos directores de las juntas
ejecutivas volvieron a las mesas de reunión, ahora convertidos en la envoltura
simbólica de micrófonos, punteros y teléfonos —objetos inútiles gracias a las
nuevas tecnologías, pero que aún guardaban su atractivo como antiguas
representaciones del poder corporativo. Fue un hecho cotidiano ver el cuerpo de
un inversionista millonario, un ministro poderoso o un jefe de empresa
despiadado actuando como pisapapeles, encima de un grupo de documentos
decorativos en la mesa de los hombres y mujeres encargados de las grandes
decisiones. Pasaron algunos años antes de que el Poder Central tuviera que
empezar a rechazar las ofertas de familiares deseosos de que sus progenitores
más ilustres desempeñaran alguna función en los actos solemnes. Por la misma
época comenzaron los rumores de usos poco apropiados o francamente indebidos.
Próceres encontrados tirados en los jardines; gobernadores colocados como
aldabones de puertas que no era necesario golpear porque se abrían y cerraban
de acuerdo a los censores de imagen; eminencias de la ciencia y el arte
ridiculizadas al serles acortadas o extendidas sin proporción las partes de su
cuerpo breve, que más tarde aparecían en catálogos de monstruosidades en ventas
y exhibiciones. Imágenes de mujeres y hombres sonrientes en poses provocativas,
que introducían en los orificios de sus cuerpos a prelados, jefes de policía y
fiscales. Lo que le puso la tapa al pomo fueron las tupiciones. Resultaban cada
vez más frecuentes en los servicios de alcantarillado y aguas negras —que aún
corrían por el subsuelo de las áreas más antiguas de las ciudades. Se temió por
la vida de los pequeños, al conocerse que la causa del bloqueo de las
inmundicias resultaba de la tendencia —creciente entre los niños— de arrojar a
los seres queridos a su cuidado por tragantes e inodoros. No es posible dormir tranquilo
con la preocupación de saber que los seres más inocentes del hogar pueden andar
aventurándose por barrios de mala muerte, en busca de una cloaca fácil de
destapar. Los recalcitrantes —que aún favorecían la idea— tuvieron que
retractarse avergonzados cuando el escándalo sacudió al Vaticano. La prensa fue
la culpable de divulgar un secreto que mejor hubiera permanecido sepultado en
la Basílica de San Pedro: el último Papa había servido para los actos contra
natura de un cardenal enloquecido. Hubo que poner fin —bajo las más severas
sanciones— al procedimiento de reducción de familiares.
Fue entonces que
apareció el exvendedor de automóviles. A cambio de una suma módica, se brindaba
a hacer de camposanto. Según un procedimiento secreto, el fallecido pasaba a
formar parte de su cuerpo. Afirmaba haber patentado el método. Para demostrarlo
enseñó a más de un incrédulo las pruebas pertinentes. Agregaba que se
comprometía a convertirse en la memoria viva del muerto, a integrar en su
persona todo los datos acumulados en los diversos chips implantados en el
fallecido. Confesaba ser capaz de asimilar en apenas segundos todas esas obleas
microscópicas, que contenían desde la información médica —de quien no quedaba
más remedio que conservar de cuerpo presente— hasta los recuerdos y las
emociones sujetas a debilitarse con el paso de los años. Según una tarifa
pormenorizada, acudiría a visitar a los parientes una vez al mes o cada año
—eso quedaba a elección del cliente, se apresuraba a añadir— para evocar los momentos
más agradables de la vida del occiso. Al principio despertó desconfianza y
hasta repulsa. Pero cuando varias acusaciones provocaran no pocos registros en
su vivienda, con resultados incruentos e inmateriales, comenzó a ser aceptado.
No se descubrió rastro de cadáveres ni muestra alguna que pudiera inculparlo de
una manipulación indebida de los restos. Su éxito quedó sellado al confirmarse
la inmanencia del sistema. Una profesión tan singular adquirió la legitimidad y
el respeto que solo otorga la confianza ciudadana. Primero fueron las familias
que veían reducidas sus estrechas habitaciones a un espacio donde apenas se
podía caminar entre muebles y muertos. Pronto se unieron al ofrecimiento
parientes de mayor solvencia económica, deseosos de ahorrarse los gastos
exorbitantes de los almacenes de cadáveres —incluso los más baratos cobraban
una fortuna por sus servicios, que era mejor emplear en los costosos
tratamientos de rejuvenecimiento de uñas y párpados— y animados por el hecho de
poder disponer de otra habitación en sus residencias. Después las corporaciones
de mayor prestigio decidieron incluir la opción en sus planes de beneficios
para ejecutivos; algunas —las que requerían de un personal muy especializado
para sus funciones— acogieron una propuesta de generalizarla a todos sus
empleados, o de pagar al menos una parte del plan. No pasó mucho tiempo sin que
el exvendedor de automóviles abriera una oficina y posteriormente toda una
empresa, donde un personal rigurosamente seleccionado era capacitado en la
noble tarea de convertirse en cementerios vivientes. En menos de cinco años la
mayor parte de las familias de medianos ingresos pudieron disfrutar de un hogar
donde el espacio agrandado era una bendición. La existencia de una competencia
inescrupulosa y de hombres-cementerio clandestinos no impidió que a su muerte
el exvendedor fuera uno de los hombres más ricos del planeta. Su final fue una
culminación que debe haber vislumbrado desde el principio. El sucesor se
convirtió en el cementerio de un cementerio y consolidó el plan. A diferencia
de todos los grandes proyectos empresariales anteriores, cuyo triunfo llevaba a
una expansión que a la larga produce el desmembramiento, la industria de los
hombres-cementerio creció reduciéndose. Procedió contrario al avance
institucional, marcado por la conquista de un nuevo mercado, que lleva a la
atrofia y el acomodo —causantes de la extinción por el agotamiento de los
recursos, la hipertrofia del agente productor y la disminución de la oferta.
Cincuenta años bastaron
para que la competencia desapareciera. La actividad clandestina de los
imitadores baratos sobrevivía con pesar, circunscripta su esfera de acción a
los muy pobres, que por otra parte poco interesaban al monopolio. Una conquista
saludada por la prensa fue lograr un número inalterable de hombres-cementerio:
mil quinientos veinticuatro repartidos por todas las naciones. La meta de la
corporación era alcanzar una cifra adecuada al presupuesto en los próximos cien
años: quinientos hombres-cementerio en el planeta. Manteniendo la tasa de
reducción apropiada no había duda del cumplimiento del objetivo empresarial,
que era conmemorar los doscientos años de su surgimiento con un parámetro
cercano a su ideal: setenta y cinco hombres-cementerio brindado sus servicios a
nivel mundial. Los trescientos años sería una culminación de los esfuerzos de
varios siglos: cincuenta hombres-cementerio satisfaciendo la totalidad del
mercado. A partir de ese momento, la cantidad se mantendría estable. Para
entonces sería la empresa más poderosa en la historia de la humanidad y estaría
en manos de una sola familia.
Aunque el fundador
nunca se casó ni dejó descendencia, el logro más importante del sucesor —antes
de sumergirse durante su vejez en un mundo sin luces ni sonidos— fue establecer
un principio básico, capaz de lograr un futuro tan ambicioso: los miembros de
la firma estaban obligados a contraer matrimonio entre ellos. Abundaron las
críticas a un postulado que excluía a las mujeres de la actividad fundamental y
creadora. Se argumentó con desdén que los participantes eran miembros de un
clan, no de un grupo corporativo. El nuevo presidente —hijo del sucesor
designado por el creador de la firma— rebatió las críticas e hizo poco caso de
los hablantines. Alegó que la organización no difería de las antiguas
monarquías —aún existentes en algunos países— ni de las dinastías
presidenciales. Señaló que las mujeres tenían a su cargo todas las labores
administrativas. Enfatizó que sus ingresos eran similares a los de los hombres;
los beneficios y premios pagados de acuerdo al tamaño de la familia inmediata,
el peso y la talla de cada de sus miembros; los concursos culinarios celebrados
cada semestre y los modernos gimnasios exclusivos para el personal femenino;
los chequeos médicos que garantizaban la salud de aquellas que lograban entrar
a trabajar en puestos tan codiciados; la red de establecimientos especiales en
que ellas podía obtener gratuitamente desde cosméticos hasta tratamientos de
adelgazamiento; las boutiques dedicadas a proveerlas de modelos exclusivos que
realzaban las curvas de sus cuerpos; la asesoría psicológica que evitaba
síntomas de histeria, hipocondría y bulimia; las excursiones a sitios remotos y
los recorridos a pie por paisajes encantadores donde se contemplaba la naturaleza
al tiempo que se consumían las caloría innecesarias. Las múltiples donaciones a
las campañas políticas y los cuantiosos gastos de publicidad en la prensa
ayudaron a que los reproches fueran catalogados de vituperios provocados por la
envidia. Se terminó por reconocer que la causa de tanto fastidio —el problema
que en muchas ocasiones alteró la paz hogareña en siglos anteriores— había
desaparecido.
Cumplida la primera
fase, el procedimiento logró generalizarse no solo a los países más civilizados
sino también a los menos avanzados —con independencia de idioma, credo político
y religioso y forma de gobierno. Se alcanzó la plenitud espiritual y física a
continuación de una muerte en la familia, imposible de imaginar en eras
anteriores. Ya nadie se preocupaba por recibir la visita de los
hombres-cementerio, salvo en el momento preciso. Su función de memoria viviente
se limitó a casos excepcionales, para los cuales las tarifas eran sumamente
elevadas. A comienzos de este siglo, la corporación —que contaba con doscientos
cincuenta años de existencia— realizó la última reunión anual de la que tuvo
noticia la prensa. Llovieron los elogios. Ningún mandatario dejó de enviar la
felicitación correspondiente. No hubo sistema informativo que no divulgara los
logros. Los resultados no podían ser más alentadores: la cifra de
hombres-cementerio estaba reducida a cincuenta y nueve y era la mayor empresa
del planeta. Se dio a conocer que la totalidad de las ganancias de ese año se
destinaría a proyectos benéficos. También se hizo un anuncio que a muchos
pareció disparatado: el compromiso de destinar parte de las utilidades
anteriores a la compra de tierra —a precios millonarios— con el objetivo de
construir nuevos cementerios públicos. Todo ciudadano que deseara enterrar a
sus muertos —según los métodos anticuados— podría hacerlo de ahora en adelante
de forma gratuita. Algunos pensaron que se trataba de un golpe publicitario y
que al año siguiente la oferta sería retirada, alegándose una disminución en
los beneficios empresariales. No ocurrió así. Durante veinticinco años
prosiguió la compra de tierra. Si al transcurrir ese período se suspendió la
campaña, fue por petición popular. La apoyaron los gobiernos de todo el mundo:
los terrenos destinados a los novedosos camposantos permanecían vacíos. Nadie
mostraba interés en los entierros. Se apeló a la comprensión para ayudar a todo
ser humano en los momentos más difíciles, y poder dedicar unos fondos —hasta
entonces infructuosos— al otorgamiento de premios monetarios y a la edificación
de viviendas. También se pidió un mejor empleo para la tierra improductiva. Los
lotes adquiridos fueron donados al erario público y se les dio diversos usos.
No se cuestionó el hecho de que resultaba de mayor utilidad emplear recursos
tan valiosos a fines más meritorios: escuelas, centros de experimentación y
bases militares.
Pasaron diez años más
antes de que se perdiera la ilusión. Se habló entonces de que una pareja de
miembros —desencantados del proyecto y estériles— fue la responsable de que un
secreto tan celosamente guardado saliera a la luz pública. Lo cierto es que más
de una revisión posterior no descubrió confidencia alguna. La causa que
finalmente provocó la ruina de la fundación fue la misma que la llevó a su
grandeza: el convertirse en un grupo tan reducido y poderoso la hizo vulnerable
a la investigación de sus métodos. Desde el inicio de la firma, la gordura de
las mujeres de los hombres-cementerio constituía un motivo de burla. A
diferencia del resto de la población —que se mantenía en un peso estable— éstas
se destacaban por su obesidad y su afán desmedido de adquirir productos para
adelgazar. La explicación que un público complaciente aceptaba con burla —pero
sin mostrar mayores dudas— era que la riqueza desmedida se traducía en un
consumo exagerado de comida. Por lo demás, la corporación se enorgullecía de la
conducta ejemplar de sus miembros. El consumo de drogas, las desviaciones
sexuales y las estafas financieras no existían dentro de las paredes de una
empresa cuya actividad fundamental se realizaba en el hogar. Que los hombres
fueran siempre esbeltos y las mujeres gordas continuó llamando la atención a
más de un curioso. Sin embargo, ninguna dependencia judicial mostró interés al
respecto.
Un dato pasado por
alto fue el que despertó las sospechas. Durante tres años un periodista
verificó las facturas de comida de varias de las principales familias que
formaban parte de la corporación. También investigó los residuos de alimentos
en las cañerías y en los sistemas de eliminación de desperdicios de sus
mansiones. Los resultados fueron decepcionantes a primera vista. Las
conclusiones no diferían de otros hallazgos anteriores. El consumo de comida
—de acuerdo a las compras— era similar al de cualquier familia adinerada.
Estaba por concluir su intento de sacar a la luz cualquier esqueleto, que
guardara escondido una entidad tan poderosa, cuando como recurso final ofreció
a un experto un dato que aún le intrigaba: la adquisición de ciertas sustancias
farmacéuticas, utilizadas para combatir el sobrepeso, por parte de las mujeres
de las corporación. Cómo llegó a tener acceso a las facturas de las tiendas
exclusivas —donde éstas adquirían esos productos— es todavía un misterio. Pero
lo encontrado le parecía un secreto digno de no ser llevado a la tumba. En
todos los hogares-cementerio investigados, las compras eran iguales en cifras y
proporciones. El experto le aclaró que combinadas de una forma adecuada, esas
mercancías tenían el poder de ablandar los huesos, al grado de convertirlos en una
gelatina fácilmente digestible. Logró que un jefe de policía abriera un proceso
que permitió el interrogatorio exhaustivo de los familiares de un
empresario-cementerio. Se supo entonces que la causa del peso excesivo de las
mujeres se debía a un consumo exagerado de carne, mientras que el jefe de
familia recalcaba su austeridad gastronómica en un menú reducido a las virtudes
de la sustanciosa sopa de huesos. Estos resultados, de por sí, no provocaron un
mayor escándalo. Sirvieron, sin embargo, para un aumento de las sospechas en
torno a los hábitos estrafalarios de un grupo poderoso, que de pronto vio
perdido el favor de la comunidad mundial. El hecho de que las donaciones
públicas hubieran desaparecido por completo en los últimos cinco años —y de que
los gastos de publicidad en la prensa se hubieran reducido al mínimo— no fue
ajeno a esa pérdida de la estimación popular. Un fiscal se animó a abrir una
investigación sobre los manejos financieros del grupo. El cuestionamiento de
varios ejecutivos permitió una revisión de las cifras de contabilidad. Estas
mostraron que desde hacía más de veinticinco años los ingresos de la empresa
decrecían de forma constante, debido a la disminución de los pedidos.
No fue necesario la
culminación de la investigación para que los gobiernos ordenaran una vuelta a
la antigua tradición: cada familia debe conservar a sus muertos, bajo las
formas encubridoras de unas bolsas que al principio resultaron extrañas a una
sociedad acostumbrada a vivir en un eterno presente de trescientos años. La
legislación actual es particularmente severa respecto al almacenamiento. Ordena
que se realice al menos una inspección anual de los hogares, para garantizar
que las cifras se conserven sin variaciones. Permite sin embargo el empleo de
motivos decorativos. Bolsas que traen paisajes nevados o muestran pinturas
alegóricas a las cenas tradicionales de Navidad y Año Nuevo. Escenas campestres
donde se ve la familia reunida en un picnic. Estas últimas fueron muy populares
al entrar en vigencia la nueva ley. Las que tienen una chimenea de troncos
encendidos son las que más se venden esta temporada
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