Por Samuel
Máynes Champion
Baron-sur-Oise, Francia
(Proceso).-Transcurrida una centuria de las primeras estelas de muerte que dejó
la Primera Guerra Mundial, la visita a esta pequeña localidad se nos impone
como un deber de la memoria. Desde este lugar ha de partir la evocación que le
dará sentido a conmemorar una fecha que aún no tiene énfasis calendárico. Así,
pretendemos recordar la gesta heroica de un compositor que perdió la vida
inmolado por la locura bélica, precisamente aquí, en el apogeo de su madurez
artística. En breve, el personaje contaba 49 años de edad y su producción
musical ‒con un magro corpus de 22 obras‒ apenas había empezado a
desembarazarse de su furiosa autocrítica…
Iniciemos,
pues, el recorrido en aras de desvelar los avatares existenciales de este ser
humano excepcional a quien la desmemoria ha colocado en un limbo oscuro que
dista mucho del sitial de honor que le correspondería por los méritos de su
obra y los rasgos volitivos de su personalidad. “Ah! hombres olvidados ‒como
escribiera Bossuet‒ si pasaran algunos años después de su muerte y debieran
volver a este mundo, regresarían de inmediato a su tumba para no ver su
reputación carcomida y su memoria borrada entre sus amigos, sus subalternos y,
peor aún, entre sus propios herederos!”
Un
camino sinuoso rodeado por bosques de encino y parcelas de remolacha precede el
arribo al minúsculo poblado y la única información disponible para localizar la
morada que nos interesa es el nombre: sabemos que habitó una “Mansión de las
Fuentes”. Varios vecinos interpelados contestan que no saben de quién se trata
y que tampoco han escuchado el apelativo de la residencia. En el centro del
pueblo ‒que no supera los mil habitantes‒ se levanta un obelisco a los
defensores de la patria caídos en la Gran Guerra y en la lista esculpida sobre
la piedra no hay nadie que corresponda. Por ser domingo, el Ayuntamiento está
cerrado y, al parecer, el párroco de Iglesia está de vacaciones. Con una
sensación de creciente futilidad, el deambular por las pocas cuadras de la
retícula urbana amenaza con caer en el reproche.
A
punto de abandonar el cometido, un anciano afable recuerda que sí hubo un músico
que pereció aquí y que su vivienda se situaba en los linderos del pueblo, hacia
el lado donde nace el manantial. Una vez recalados ante la fachada leemos:
“Albéric Magnard, compositor de música. Nacido el 9 de junio de 1865 en París.
Muerto el 3 de septiembre de 1914. Fusilado y quemado dentro de su casa por los
alemanes al querer defenderla.” Y como corolario de la placa se cita un verso
que le dedicó Ronstand: “Aquel que se rebela a la traición / y que prefiere
musas a Walkirias, / ha defendido su arte contra la barbarie/ y debe morir así,
defendiendo su mansión.
A
pesar de que el entorno natural se preserva intacto, no hay semejanza entre la
residencia originaria y la construcción actual. El enorme jardín se fraccionó y
ninguno de los nuevos residentes está disponible para darnos más datos. Hemos
entonces de recurrir a las inferencias que nos proporciona su biografía, de
manera que se entienda la decisión de ofrendarle la existencia a una causa que,
de antemano, se sabía suicida.
El
compositor vio la luz en un hogar ensombrecido por la tiranía. Su padre fue un
exitoso periodista que no tuvo empacho en imponer los excesos que le vinieron
en gana. Como director de Le Figaro ‒el periódico con tiraje nacional más viejo
de Francia‒ Francis Magnard sumó sus aciertos editoriales a los de su inventiva
literaria. Gracias a su mediación, por ejemplo, Mallarmé tuvo una vía de acceso
con sus primeros lectores y Verlaine obtuvo muchas adhesiones. Sin embargo, en
la intimidad, el señor director proseguía con las órdenes sin réplica y
demandaba pleitesía continua, tanto de su abnegada consorte como de su único
hijo. El niño viviría agradeciendo las amargas delicias de su filiación con un
hombre prominente que siempre tenía la razón.
Con
esa tónica familiar no debe sorprendernos la decisión de la señora Magnard de
acabar con su suplicio marital. En la mañana del 2 de abril de 1869, después de
unas semanas de acusar trastornos y silencios, la mujer besó a su crío con una
intensidad extraña y se dirigió a una ventana para lanzarse al vacío. Albéric
escuchó el grito y el golpe sordo sobre el pavimento pero no lo dejaron bajar
las escaleras. Con sólo cuatro años de edad recibió el primer arañazo de un
dolor que lo marcaría para siempre.
El
resto de su mocedad resintió la ausencia paterna y los falsos cuidados de la
madrastra que apareció después de la tragedia. Como todo niño bien, comenzó
pronto sus lecciones de piano con el mejor maestro del momento, sin que
importara mucho su desempeño ante las teclas. Para su padre, el aprendizaje de
la música no podía considerarse como una profesión respetable. Tenía reservada
la carrera de leyes y no había discusión al respecto. Al concluir la
adolescencia, con la voluntad todavía amordazada, tuvo un destello de hombría y
se enroló en el Ejército, creyendo que eso lo ayudaría a cerrar las fisuras de
su carácter. Algo consiguió, ya que durante un viaje por Alemania escuchó una
ópera de Wagner decidiendo por sí mismo que su vocación estaba en la música. No
obstante, tuvo los tamaños para recibirse de abogado al tiempo que se inscribía
en el Conservatorio. Estudió con Massenet y después de obtener el premio de
armonía solicitó la guía de D´Indy en la Schola Cantorum, donde obtuvo su
título. Para celebrar la relación con su último maestro escribió su primera
sinfonía.
En
los años siguientes, habiendo doblegado la cerrazón paterna, empezó a colegir
notas periodísticas para Le Figaro y compuso su primera ópera empero, tachaba
más de lo que lograba plasmar en el papel. Más adelante confesaría: “Todo lo
que escribo me disgusta cada día más. Sufro cruelmente la fantástica distancia
entre lo que hago y lo que quisiera hacer”. En cuanto a la temática de sus
artículos, siempre enarboló las causas justas como la emancipación de la mujer
‒sería uno de sus defensores más tenaces‒ y rara vez atenuó la crítica acerba a
los mediocres con poder y, sobra decirlo, eso sería un agravante para la
difusión de su música, antes y después de muerto.
Cuando
advino el deceso de su padre sintió que sus grilletes emocionales se liberaban
y que era menos áspera la relación con su obra. Vinieron tres sinfonías más,[1]
la última de ellas dedicada a la Unión de Mujeres Profesoras y Compositoras de
Música y algunas sonatas. Sintomáticamente, el proceso de su liberación interna
le dio cabida al matrimonio, eligiendo como compañera a una mujer que su padre
habría reprobado. Provenía del lumpen y ya tenía un hijo bastardo. En los
primeros años de su unión conyugal estalló el escándalo del caso Dreyfus y,
naturalmente, Albéric se puso del lado de la razón jurídica, aunque eso le
acarreara más enemistades. Al quedar de manifiesto las porquerías de la casta
militar ‒no obstante la evidencia a su favor, el capitán Dreyfus volvió a
recibir una condena‒ se dio de baja del ejército y escribió la letra y la
música de un Himno a la Justicia.
Asqueado
de la sociedad y ya sin su trabajo periodístico, huyó de París para refugiarse,
con su mujer, el hijo de ésta y sus dos niñas ‒una de tres años y otra recién
nacida‒ en el lugar donde se gestaría la desgracia. Era el año de 1904. En la
placidez de la campiña, despojado de los afanes en pos del reconocimiento,
inició la reconciliación con su propia vida. Haría acopio de su talento y de
los bienes de su heredad para montar una mansión llena de libros, de obras de
arte, de fuentes y de bellezas naturales. En sus jardines sus hijas jugarían
sin descanso y viéndolas crecer él compondría música con la abnegación de un
ermitaño. Tristemente, ya no le quedaría mucho tiempo. Cuando se desató la
conflagración bélica y las tropas germanas invadieron Francia, Albéríc no dudó
en mandar a su familia a un lugar seguro. No bastaron los llantos ni las
súplicas, él no iba a dejar que profanaran su hogar. La mañana en que los
primeros soldados allanaron su propiedad, Albéric se irguió para hacerles
frente. Los balazos salidos de su pistola mataron a dos alemanes y eso fue
suficiente para emprender un castigo ejemplar. Primero el fusilamiento y luego
el fuego. Antes que rendirse, Albéric prefirió morir calcinado entre sus libros
y sus partituras. Quizá intuyó que los frutos de su inspiración no dejarían
nunca de florecer dentro de los ensangrentados campos de la esperanza y la
fraternidad humana…
Fuente: http://www.proceso.com.mx/?p=380921
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