Por Gonzalo Torres
Regreso al Presbítero Maestro, el hermoso cementerio museo de
nuestra ciudad. Tumbas y mausoleos de viejos conocidos aparecen una tras
otra, lápidas del siglo XIX con hermosos bajo relieves cuentan
historias del fallecido o de los que se quedan llorando su partida. Hay
otras con simbologías místicas y funerarias, elegías al más allá,
crípticos mensajes de masones.
Los más pudientes tienen mausoleos ornados con bellísimas esculturas
de ángeles benevolentes, representaciones de las virtudes cardinales,
deudos dolientes. La estética de la muerte.
Reconozco que los cementerios me producen una extraña fascinación
quizás por esa contradicción que significa la muerte para los que se
quedan: amar al muerto, darle vida a su muerte. No sólo Tánatos está
aquí, también está Eros en una extraña simbiosis de amor y dolor por el
fallecido.
Hay quienes son compelidos a venir porque una extraña tumba los
“llamó” y luego regresan a colocarle flores y rezarle al ignoto difunto
que cobra así una singular nueva vida con un devoto que lo tomó por
protector. Le pasó al niño Ricardito, aquella criatura que tiene más
fanáticos muerto que en vida. Por ahí está la curiosidad del nombre que
parece broma: Tránsito Vial de Hurtado. Muerta (¿o muerto?) en el siglo
XIX.
Tumbas vanidosas llenas de firuletes conviven lado a lado con
lápidas cuyo nombre ha sido escrito a desgano con tinta negra. Tumbas de
hombres y prohombres que han hecho historia cuentan la suya. Hombres y
mujeres que nacieron en la colonia y murieron en un país nuevo.
Valientes hombres que pasaron a la gloria en los campos de batalla de la
Guerra del Guano y del Salitre y los otros que murieron sin ver librado
su suelo de la ocupación extranjera. Los conocidos y los desconocidos.
Están todos aquí presentes y saben que ya llegarás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario