lunes, 4 de noviembre de 2013

Los espacios de la muerte en Quito: cementerios y memoria


Fuente: http://www.telegrafo.com.ec/cultura/carton-piedra.html

Por Leonardo Zaldumbide


La ciudad y sus necrópolis

Lechuza en el Cementerio de Perucho

Tan diversa como culturas existen, la conexión entre la muerte y los espacios urbanos se han modificado a lo largo de la historia continuamente generando una gran cantidad de rituales y espacios para la disposición de los difuntos. La relación de las ciudades con los muertos y la muerte, por tanto, genera múltiples evocaciones simbólicas que han determinado diversas reacciones en planos tan disímiles como el espiritual y el de la distribución geográfica de los difuntos y los restos humanos.
La vinculación de los espacios poblados con los sitios de enterramiento es tan intensa que la historia de las ciudades se refleja en sus cementerios. Resulta evidente que la existencia de un entierro, muchas veces, determinó efectivamente la conformación de un centro poblado. Más aún, cuando el cuerpo de una persona que ha fallecido o sus restos−, además de tener dimensión espacial en sí mismos, se convierten en objeto de diversísimas prácticas rituales.
Se suele percibir a los espacios de los muertos como sitios eternos e inmutables, que siempre han estado ahí recibiendo a generaciones de restos; sin embargo, contraria a esta percepción, la realidad demuestra que los espacios de la muerte se encuentran, tal como las ciudades de los vivos, en continua transformación.
Las evidencias arqueológicas demuestran que en el área que ocupa la ciudad de Quito, antes de la llegada de los españoles e incas, ya existían ricas tradiciones ligadas al culto a los muertos y como prueba de ello persisten enterramientos evidenciados por la arqueología que van desde suntuosas tolas funerarias hasta sencillas sepulturas.
Lo cierto es que la llegada de los españoles supuso una transformación profunda en el ámbito religioso que generó cambios en la administración de los rituales ligados a la muerte. El arribo de la iglesia Católica trajo consigo a la figura del templo, no solamente como el sitio para la alabanza a Dios, sino como el espacio que en sus entrañas acogía a los muertos para, como parte de la iglesia yacente, mantenerlos cerca de la divinidad.
Procesión de Las Almas en La Magdalena

Bien avanzado el siglo XIX surgieron en Quito los primeros cementerios extramuros (principalmente el antiguo Cementerio Público de la Recoleta de San Diego, el Cementerio del Tejar, y el actual cementerio de San Diego), es decir fuera de la ciudad, los mismos que convivieron con un puñado de cementerios barriales (San Blas, San Marcos, San Sebastián) que acogían mayoritariamente a la población pobre e indígena de las afueras de la ciudad.

El siglo XX llegó con la cada vez más fuerte influencia de la administración médico−hospitalaria en el campo funerario, al tiempo que el desarrollo físico de la ciudad configuró una nueva geografía de la muerte. Desde la década de 1940 empieza la construcción de modernos templos y cementerios, sobre todo en los nacientes barrios del norte de Quito, muchos de ellos solventados mediante la disposición de criptas que siguen funcionales hasta hoy en día; tal es el caso, entre algunos más, de las criptas en la Iglesia de Nuestra Señora de la Paz, de las de la Dolorosa del Colegio San Gabriel, de la Iglesia de la Floresta, de la Basílica del Voto Nacional, etc.
El desarrollo científico y tecnológico, que tanta influencia ha tenido en todos los campos del mundo social, también ha afectado al mundo de la administración de la muerte y sus espacios; ya a principios de los setenta aparece en Quito Parques del Recuerdo, el primer cementerio pensado como un jardín, concepción que sería seguida pronto por otros cementerios que se han derramado junto a los polos del crecimiento urbano tales como: Jardines de Santa Rosa, Metropolitano del Sur, Memorial o Monteolivo.
Es difícil pensar una ciudad sin cementerios, sin embargo, el acelerado desarrollo de los medios tecnológicos para reducir los cuerpos a cenizas combinados con el, cada vez más difícil, acceso a grandes espacios en las ciudades hacen pensar que somos de las últimas generaciones que convivirán con las necrópolis. De todas formas, tal como afirma Antón Marí, siempre es bueno recordar que todo lo que tiene dimensión temporal ha de morir y esto vale también para los cementerios.

Más allá de los restos: el patrimonio funerario del Distrito Metropolitano de Quito

Poco se habla de la muerte en la contemporaneidad, de la muerte propia, no de aquella que se ventila sin sentido en los medios masivos . Escribió Michel Foucault en su Historia de la sexualidad que en la actualidad la muerte es concebida como un fracaso, como si estuviera vetado hablar de ella, sin embargo, en la muerte se han reflejado desde siempre las más complejas prácticas sociales de las comunidades.
Camposanto de La Merced

La expresión material del culto a la muerte o a los muertos, lo que hoy en día se engloba en ritos funerarios y en prácticas artísticas íntimas relacionadas al deceso, pone de manifiesto las más altas capacidades creativas del ser humano para expresar mediante símbolos sus sentimientos y anhelo de permanencia material, bien de un individuo o de los ideales de un grupo social; los mismos materializan concepciones filosóficas, alegorías religiosas o atributos mundanos, utilizando para ello las más ricas y variadas técnicas disponibles: la cerámica, la pintura mural, la escultura y la arquitectura, se encuentran entre las artes más ampliamente utilizadas a lo largo de los tiempos en este intento de la sociedad por materializar los sentimientos y conservar vivos los valores de la memoria colectiva. 

Cementerio de Cumbayá

Los cementerios son, por tanto, un testimonio claro de las mentalidades de sus respectivas sociedades en las distintas épocas, las cuales se traslucen claramente en la iconografía, en las leyendas de los monumentos y en la ritualidad ligada a la muerte. Al mismo tiempo, estos lugares constituyen un verdadero archivo abierto de sus respectivas localidades: nombres, fechas, acontecimientos y sentimientos, inscritos en sus lápidas y monumentos, nos dan cuenta de la obra de sus habitantes, y en cierta manera, del devenir social y cultural. Visitar estos sitios con atención es una manera de adentrarnos en las más complejas tramas de la historia local. 
Se entiende, por tanto, que las expresiones ligadas a la ritualidad de la muerte sean consideradas hoy por hoy como parte fundamental del acervo patrimonial de las comunidades.
En Quito, desde el año 2010 se inició un proyecto de catalogación y reconocimiento, no solo de las estructuras físicas de cementerios, criptas y otros lugares de inhumación, sino también de las prácticas sociales que dan sentido a estos espacios. Gracias al apoyo del Instituto Metropolitano de Patrimonio y su Dirección de Inventario Patrimonial, podemos afirmar que la ciudad cuenta con un inventario base de cementerios, prácticas rituales y memoria social vinculada a la muerte y a los muertos que servirá, sin duda, para ahondar en nuevas investigaciones, que desde la muerte, aclaren y den sentido a la rica diversidad que caracteriza a la capital del Ecuador.

Prácticas de muerte y vida

El ser humano ha pensado en la muerte desde sus orígenes. Se trata de uno de los actos biológicos que más representaciones simbólicas evoca. El deceso; el dejar de “ser” para iniciar un nuevo periplo ha sido fuente de inspiración en todas las culturas del mundo. El mundo andino no ha sido la excepción a esta tendencia general; ya desde tiempos ancestrales las prácticas funerarias andinas estaban asociadas con la supervivencia del espíritu a la muerte, por tanto, los enterramientos estaban acompañados de complejos rituales en los que no faltaban la comida y la literatura oral que rememoraba las acciones del difunto.
Gran parte de los ritos, formas de representación y costumbres que actualmente practicamos en el ámbito funerario, responden a una conformación ritual propia del mundo andino. Muchas de estas representaciones se han transformado, sin embargo, persisten detrás de la envoltura del sincretismo religioso. Es necesario entender los ritos funerarios que determinan hasta el día de hoy, no solamente la conformación de las ciudades andinas, sino también el uso del espacio fúnebre.
En este pequeño texto solamente puedo mostrar un abrebocas de las diversísimas prácticas rituales relacionadas con la muerte que han sido catalogadas en Quito durante tres años de trabajo en los casi 120 cementerios que tiene el Distrito Metropolitano.

En San Miguel del Común se prepara la “uchucuta”

San Miguel del Común es una población de la parroquia Calderón ubicada al norte de Quito. Sus comuneros se saben herederos de una rica tradición funeraria que abarca manifestaciones lúdicas, rituales y culinarias. En épocas del Aia marcai o Difuntos se realizan actos festivos en el parque central entre los que destaca la preparación de la uchucuta: una especie de colada de harina de maíz que sería la antecesora directa de la contemporánea colada morada. La tradición culinaria es importante, según comenta una vecina de la comunidad: “El día de difuntos, o sea el 2 de noviembre, en todas las casas hacemos una comida especial que se llama uchucuta y la colada morada [...] todavía se mantiene la tradición ya que se pone la colada [en la tumba] las tortillas o el pan, el plátano, el churo, o sea toda clase de comidas que le gustaron al difunto se le deja en la mesa y se lleva al cementerio”.
Luis Simbaña, presidente de la comuna, comenta acerca de los “juegos” luctuosos que se practican en la población: “En la madrugada [de un velorio] se hacen los juegos de mishki paki acompañados de pequeñas oraciones. Al día siguiente la tradición es comprar las cosas para recibir a la gente que va a acompañar en un velatorio. En el mishki paki se hace una bolita de trapo y se hace rodar por debajo de las piernas de las personas. Se hace un círculo de personas y se cubren las piernas con una cobija. Por debajo va pasando la bolita, el que se dejó pescar ahí chupa [se le pega] con el trapo ese que con que se hace la pelota.”
Este tipo de tradiciones tiene como finalidad, según comenta Simbaña, no solamente reforzar la parte lúdica que permite la integración de la comunidad, sino que se los hace para mantener despiertos a los asistentes a un velatorio porque el sentido comunitario indica “que se debe acompañar y no dormir cuando se está con un difunto.”

El agua del descanso en Checa

Checa es una parroquia edificada sobre los restos de viejas haciendas coloniales. Sus habitantes recuerdan que hasta hace unos pocos decenios la comunidad quedaba “muy lejos” de Quito. Esta sensación de abandono motivó a que tengan lugar hechos y sucesos extraordinarios como el que relata el doctor Ramiro Montenegro: “En los tiempos que corren se habla con frecuencia de la eutanasia o muerte piadosa que se aplica, al margen de la ley, a los enfermos terminales. Este procedimiento trae a la memoria lo que ocurría en el anejo de Chilpe [la actual parroquia de Checa] en el lejano pasado cuando las curanderas practicaban una eutanasia a la criolla con enfermos que sufrían una larga y dolorosa agonía. En tales casos se daba de beber al paciente el “agüita del descanso”, pócima que producía la muerte inmediata. ¿Qué contenía aquella misteriosa poción, cuya preparación se mantenía en secreto? Versiones de viejas abuelas afirmaban que se ponía fin a la agonía con una preparación que contenía zumo de perejil, leche materna y una tercera substancia que se mantenía en rigurosa reserva. Entonces, tomada la decisión de abreviar el sufrimiento del enfermo, se llamaba a la ejecutora de la operación que se presentaba en la casa con la receta preparada y lista para la aplicación. Entraba a la habitación acompañada de otra persona que le ayudaría a enviar al más allá al sufrido paciente. Instaladas las dos mujeres en el lecho, rezaban una oración por el alma que está a punto de partir y luego con mucho cuidado vertían todo el contenido del vaso en la boca del difunto. En minutos y entre convulsiones cesaban los ronquidos y llegaba la muerte.” El doctor Montenegro deja claro que había vecinos que no estaban de acuerdo con esta práctica que, aunque era vox pópuli, nunca fue sancionada.

‘Juegos’ funerarios en La Merced

El Aia marcai o celebración de difuntos andina es tan diversa como comunidades existen. Generalmente, existen elementos que son compartidos por muchas comunidades, por ejemplo, la concepción circular del tiempo que hace que los funerales no sean percibidos únicamente como despedidas o la organización comunitaria que permite que se generen formas alternativas de administración de la muerte en los diversos territorios comunitarios. Uno de los aspectos más interesantes que existe en La Merced está relacionado con la dimensión lúdica presente en los entierros. Gustavo Gualle, encargado de cultura de la Junta Parroquial, comenta: “Se suelen poner ciertas cosas en los ataúdes para que el difunto recuerde su vida terrenal. Me acuerdo de una señora que era tendera y en su ataúd le pusieron una librita de harina, una librita de fréjol, un pan, así, para que recuerde las cosas que hacía cuando administraba su tienda.”

Cementerio de Checa

Don Neptalí Mejía, hombre de buen humor, cuenta que los velorios en La Merced no son para llorar sino para recordar y ayudarse. Neptalí comenta acerca de un juego muy particular que tiene lugar en la parroquia y que tiene como fin el ayudar a los deudos: “Los familiares del difunto donaban un borrego, al borreguito lo esconden. Luego mandan a los que están participando a buscar al borrego y la consigna es encontrarle. Cuando lo encuentran se lo trae y se lo mata. Ese borrego es para cocinar para las personas que están participando. Con el borreguito se hacen unas papitas. Caldo hacen, caldo de borrego.” La tradición, además de lúdica, tiene un fuerte componente solidario que hace que los vecinos se sientan respaldados en los momentos de dolor.

El Animero de Puéllaro

En Puéllaro, parroquia ubicada al nororiente del Distrito Metropolitano de Quito, las noches previas a “Difuntos” son especiales: “Nueve días antes de la víspera [es decir, nueve días antes del primero de noviembre], sale el Animero, Enrique Angulo, a recorrer toda la parroquia, acompañado de las almas que reposan en el Camposanto”.
El Animero, antes de cumplidas las doce de la noche, va a la iglesia y se viste con una túnica de color blanco; además toma una campanilla que es la que le sirve para que la población sepa por dónde va el recorrido con las almas. Luego de haber tomado la campanilla y de haberse colocado el atuendo respectivo, camina hacia el cementerio en el más lúgubre de los silencios. Entonces, comentó uno de los habitantes, la gente se refugiaba en sus casas porque nadie podía salir a ver caminar al Animero, y cuando se lo escuchaba pasar la gente se arrodillaba en sus casas a rezar.
Cuando el Animero se encuentra en el cementerio, se arrodilla en la cruz central del sitio y reza. Pide permiso a Dios y a la Virgen para sacar a recorrer por la parroquia a quienes descansan en el camposanto. Su rezo estremece, pues como él mismo asegura, llegó a ser animero porque hace tiempo perdió a su tierna hija y son sus oraciones la manera de sentirla cerca.
Cuenta don Enrique que cuando le vinieron a informar que había la posibilidad de ser el Animero de la parroquia, debido al fallecimiento de su predecesor, su alma se alegró pues estaba convencido de que esta oportunidad sería la manera en la que podría estar más cerca de su hija fallecida. Desde entonces, y hasta el día de hoy, nueve días antes de Difuntos se lo oye gritar en las madrugadas de Puéllaro: “Un Padre Nuestro y un Ave María por el descanso y alivio de las benditas almas del santo purgatorio. Por el amor de Dios”.

En Perucho se moría en el cementerio

Perucho fue uno de los primeros asentamientos formalizados en el periodo colonial debido a la fertilidad de su suelo. De hecho, el poblado fue tan importante que durante centurias, las cinco parroquias del nororiente de Quito se denominaron la “zona perucheana”. En 1868, por edicto del mariscal Antonio José de Sucre, la población fue elevada a categoría de cantón, sin embargo, un poderoso terremoto destruyó a San Miguel de Perucho. Esta tragedia, sumada a las violentas pestes que asolaron al sector, motivaron el paulatino despoblamiento del pueblo y la sucesiva fundación de nuevas parroquias: Puéllaro, Chavezpamba, Atahualpa y San José de Minas. El antiguo cementerio parroquial se ubicó junto a la iglesia colonial, exactamente al lado derecho del templo. La gran cantidad de muertos por la fiebre amarilla durante el siglo XIX motivó a tomar medidas drásticas; según comenta un vecino: “Se cuenta que hubo tantos muertos y tanto miedo a las enfermedades que la gente dejaba los enfermos en el cementerio para que acaben de morir.” Esta práctica que hoy puede ser tildada de cruel, respondía a una cada vez más extendida comprensión de la transmisión de las enfermedades y del carácter contagioso de algunas de ellas.

La ‘Caja Ronca’ de Chavezpamba

Los cementerios son lugares fascinantes tanto por lo que representa su funcionamiento formal, es decir, como yacimientos donde se acumulan los cuerpos de los muertos; pero también por su evidente dimensión simbólica que se manifiesta en las más diversas construcciones narrativas que la población desarrolla en base al culto y las más diversas aproximaciones al mundo de los muertos. De entre leyendas fúnebres de Chavezpamba, doña María Duque, encargada del cementerio, recuerda una particular versión de la Caja Ronca: “No hace mucho tiempo, especialmente cuando oscurecía, escuchaban que a lo lejos venían unas llantas de hierro arrastradas por caballos a muy altas velocidades (sic). Era una carroza que venía encendida en su interior y desde afuera solo se podían ver las siluetas de algunos personajes. Eran las almas de quienes ya habían muerto. Hubo un tiempo en el que un señor, del que me he olvidado el nombre, ya falleció. Estando [este hombre] en una chichería vio a los vivos y a los muertos dentro de la carroza. Detrás del capataz de la carroza estaba su silueta y al poco tiempo murió.” Doña María comenta que esta famosa aparición mortuoria de Chavezpamba estaba precedida de un intenso ladrido de perros ya que su aparición era presagio de muerte para quien la veía.

La procesión de las Almas en La Magdalena

El siglo XX significó para Quito un acelerado proceso de crecimiento, la ciudad vieja pasó a ser conocida como “centro histórico”, y hacia el sur se consolidó la propuesta de generar barrios de corte industrial. Pronto esta propuesta de planificación planteada por el plan de Guillermo Jones Odriozola (1941) generó las condiciones para que el crecimiento urbano atrapara a otrora centros poblados lejanos y a sus infraestructuras. La Magdalena, dada su cercanía, junto a su cementerio, fueron absorbidos por Quito. En este cementerio se han conservado tradiciones inmateriales de alto valor como la minga mensual para adecuar los espacios funerarios y la llamada Procesión de las Almas del 1º de noviembre. Esta procesión luctuosa, la más importante de su tipo en el caso urbano de Quito, tiene como centro a la patrona de las Almas del Purgatorio: la Virgen del Carmen. En un vehículo se coloca el cuadro de la Virgen y detrás del automotor van los líderes de la comunidad a los que sigue la población con velas y antorchas. La procesión se realiza entre cantos luctuosos y sagrados, que luego de recorrer el barrio, regresan al cementerio para recibir la bendición de la Virgen. Luis Tacuri, Presidente del Comité Pro Mejoras del Cementerio de la Magdalena, comentó: “Guardamos los cuadros de la Virgen del Carmen desde hace algunos años, cuando la población se hizo cargo del cementerio. Hay gente que hace novenas por las almas de los difuntos, otros participan en la Procesión de las Almas y así se aseguran que sus difuntos descansen en paz”.

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