Por David Torres.
Diario Público (España)
Se acaban de cumplir
cien años de la epopeya del Endurance, la más heroica y hermosa de la historia
de las exploraciones, que dio comienzo con un anuncio insensato insertado en la
prensa británica. Se me saltan las lágrimas y se me encogen los testículos con
sólo recordarlo: “Se necesitan hombres para viaje arriesgado. Poco sueldo,
mucho frío, largos meses en total oscuridad. Peligro constante, sin garantía de
regreso. En caso de éxito, reconocimiento y gloria”. En el reclamo de
Shackleton sólo había una errata: la fama y la gloria llegaron aunque la
expedición fue un completo fracaso, ya que el casco del Endurance ni siquiera
llegó a tocar el continente antártico.
Más de cinco mil
personas se ofrecieron voluntarias para aquella extraordinaria odisea, de los
cuales el propio Shackleton seleccionó personalmente a ventiséis. Creía que esa
estirpe aventurera ya estaba extinguida para siempre, que nunca iba a leer un
anuncio parecido en nuestra triste época de comerciantes y tenderos. Por eso me
ha emocionado tanto encontrarme con el proyecto Mars One, que pide voluntarios
para establecer la primera colonia en Marte en un viaje sin garantía de ida y
sin billete de regreso.
Poco importa que la
NASA no considere factible el proyecto al menos hasta dentro de veinte años, ni
que un grupo de científicos del MIT, aun dando por hecho el inconcebible salto
hasta el planeta rojo, lo haya descartado ante la inclemencia de la atmósfera
marciana. Lo increíble, lo maravilloso es que más de doscientas mil personas se
hayan ofrecido voluntarias (muchas de ellas zumbadas, como reconoce uno de los
organizadores) y que 705 ya han superado la primera criba. Entre ellos hay
catorce españoles, suponemos que no sólo desesperados ante esta España sucia y
esquilmada y que han optado por el desierto rojo en lugar de por el desierto
mariano. Me imagino que son hombres (y mujeres, porque hoy también hay mujeres)
del linaje de Cook y Magallanes, de Livingstone y Ladrillero, mujeres y hombres
a quienes su lugar de nacimiento se les ha quedado pequeño y precisan ver
mundo. Concretamente, otro mundo. La perspectiva más halagüeña que se les
ofrece a tales viajeros es una tumba con vistas al sistema solar y una línea en
los libros de historia.
Poco importa que la
NASA no considere factible el proyecto al menos hasta dentro de veinte años, ni
que un grupo de científicos del MIT lo haya descartado
Ante las nulas
posibilidades de retorno, la aventura a la que más recuerda este ensueño
marciano no es, por desgracia, la odisea de Shackleton, sino el intento de
colonización del Estrecho de Magallanes en la expedición de Sarmiento de
Gamboa. Más de doscientos españoles quedaron abandonados a su suerte en los
canales de Tierra de Fuego durante uno de los pasajes más dramáticos y
desconocidos en esa no poco desconocida (y aún menos leída y estudiada) saga
mal denominada Descubrimiento de América.
Habrá mucha gente, la
inmensa mayoría quizá gente sensata y sedentaria que se pregunte qué sentido
tiene ir a Marte sólo para fundar un cementerio. Pero tiene todo el sentido: es
la sed de aventura, el motor de sueños, el empuje de la razón que nos hace
furiosamente humanos. Exactamente el mismo impulso que nos llevó a cruzar el
mar, a subir las montañas, a salir de las cavernas. Cuando entrevisté en
Cracovia a un octogenario Stanislaw Lem, me sorprendió oírle decir que la NASA
había rechazado el viaje a Marte porque allí no había nada de interés y que él
estaba de acuerdo. El propio Lem se había rebatido a sí mismo en Retorno de las
estrellas, una extraordinaria novela donde un astrofísico justifica su inútil
periplo espacial preguntándose si Amundsen buscaba diamantes en el polo. “Por
supuesto que Amundsen sabía que en el Polo Sur no había nada. Una posibilidad
probada” dice el joven Lem, por boca de su augusto astrofísico, “eso es lo que
significa nuestro viaje: que es lo más difícil que puede hacerse en un momento
dado”. ¿Por qué viajar a Marte? La mejor respuesta la resumió Mallory cuando
expresó su ferviente deseo de escalar el Everest: porque está ahí.
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