Por Flavia de Farraces Fotografía: Chema Barroso
Si de Madrid sólo se
puede ir al cielo, mejor emprender esa última travesía a lomos de un vehículo
solemne. El que pueda permitírselo, claro. Las nueve carrozas fúnebres que se
conservan en el almacén del Cementerio de la Almudena exudan un romanticismo
anacrónico y ceremonioso que invita a imaginarlas rodeadas de viudas dolientes
engalanadas con oscuros encajes. Como en aquel célebre poema de Lord Byron:
«Ella camina bella, como la noche...».
«Estaban abandonadas
en la antigua Funeraria Municipal (en la calle Galileo) y se trasladaron aquí
para no perder el valor que representan. Más adelante, nació la idea de crear
un museo funerario al estilo del que hay en Barcelona [Cementerio de
Montjuic]», explica José Luis Andrés, jefe de Cementerios de la Empresa Mixta
de Servicios Funerarios de Madrid. El conjunto de la Ciudad Condal, con 19
piezas de las cuales 13 son carrozas, es actualmente el referente nacional.
Fechadas entre los
años 30 y 60 del siglo pasado y restauradas hace una década por estudiantes de
Bellas Artes, se dividen en dos tipos. Por un lado, las que nacieron como
automóviles. Por otro, las que fueron concebidas como carrozas para ser tiradas
por caballos, según indican sus bastidores de madera. Éstas se recuperaron
posteriormente por su valor artístico, y fueron montadas sobre chasis mecánicos
de fabricación extranjera: estadounidense (Studebaker y Lincoln) y francesa
(Latil). Entonces no existía en España una industria suficientemente
desarrollada para producir motores que soportaran las cerca de dos toneladas de
peso de estos vehículos, detalla Andrés. A medida que avanzaba el siglo XX,
estas carrozas realizadas en madera, acero, cristal, caucho, cuero y tejido
fueron relegadas en favor de las modernas limusinas funerarias.
Entre los carruajes,
abunda el color negro asociado al duelo, pero también aparecen el marrón, el
dorado y el blanco. Este último correspondía a las exequias de niños y
doncellas, al simbolizar la pureza. Es el tono de La Gloria (algunos poseen
nombres propios), decorado con pájaros y ángeles en una evocación claramente
infantil. Más allá se encuentra La Llorona, que recibe su nombre de la figura
femenina de estilo modernista arrodillada con gesto compungido. Sus vírgenes,
cariátides, columnas y capós ornamentados con relieves de formas florales son
piezas de artesanía sobre ruedas.
El abultado coste de
su alquiler -unas 2.000 pesetas en aquella época- las convertía en un lujo para
pudientes: potentados, presidentes, toreros, políticos, artistas... La última
de estas carrozas -que podrían volver a funcionar previa revisión- en rodar por
el asfalto fue la que se llevó al sepelio de Enrique Tierno Galván en 1986.
Aunque en principio iba a trasladar el féretro del Viejo Profesor, terminó
únicamente acudiendo al cortejo que enlazaba la Plaza de la Villa con Cibeles.
Su sobrecalentamiento excesivo hacía temer un fallo de última hora, de modo que
se optó por traer el modelo Imperial desde Barcelona.
Los trabajadores de
la empresa municipal albergan la esperanza de abrir la colección al público.
Formaría parte de una visita guiada por el camposanto que incluiría los
propileos (columnas) de la entrada, la capilla modernista y un recorrido por
algunos sepulcros de personajes célebres. En el Consistorio no saben dónde
podría ubicarse el museo, pero «se está estudiando».
Además de carrozas
fúnebres, el depósito de la Almudena guarda una diligencia que, tirada por una
mula, trasladaba a los empleados desde la plaza de toros de las Ventas al
cementerio, cuando la zona estaba rodeada de campo. También una garita donde
antiguamente se cobraba la entrada al recinto antes de que el acceso fuese
gratuito. Dos carretillas para transportar utensilios, y tres muebles
archiveros repletos de actas de defunción completan el repertorio de
antigüedades. Que por el momento, duermen el sueño de los justos.
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