Por
Diego García Sayán El País
Han
pasado hasta 30 años o más desde que las personas desaparecieron. Tanto en Perú
como en Colombia, en estos últimos años varios miles de familias van teniendo
—tardíamente— la oportunidad de comprobar que sus allegados desaparecidos
habían sido asesinados y la posibilidad de identificar sus restos.
La
semana pasada, en Ayacucho, serranía peruana, para 60 familias la ceremonia
oficial de entrega por el Ministerio Público era el dramático momento esperado
durante casi tres décadas desde que sus seres queridos fueron desaparecidos por
la violencia que asoló de manera particular su región en la década de los 80.
En
los últimos diez años, el Ministerio Público peruano, con la perseverancia de
los familiares de víctimas y sus organizaciones, ha excavado 4. 085 fosas en
las tres regiones en las que la violencia tuvo más incidencia: Ayacucho,
Apurímac y Huancavelica. Allí se han recuperado 2.040 restos humanos e
identificado, con pruebas de ADN, 1. 211 víctimas. Quedan, sin embargo, muchas
miles de fosas más en esas y otras regiones.
En
lo que podrían algunos ver una suerte de competencia por recuperar el tiempo
perdido de la indiferencia, un proceso semejante se vive en Colombia. La
Fiscalía acaba de informar que entre 2007 y 2015 ha exhumado los restos de 5.
978 personas, de los cuales 2. 027 aún no han sido identificadas, 1.017 están
en proceso de ser identificados y 2.934 "ya tienen nombre y
apellido". La Fiscalía se ha asignado la misión de reconocer no menos de
20. 000 N.N. enterrados en más de 800 municipios.
Es
innegable que ahora algo se mueve. Sin duda, con limitaciones de recursos y con
procedimientos que podrían ser reajustados. El drama en estos dos países
sudamericanos se visibiliza crudamente a través de datos espeluznantes como
éstos. Violencia extensa e intensa —hoy felizmente en descenso o en proceso de
salida negociada— que, entre otros efectos dantescos, produjo miles de personas
desaparecidas por los diversos actores de la violencia y que yacen en fosas
comunes. La mayoría, gente muy pobre de zonas rurales.
Pueden
ser varias las explicaciones de porque han tenido que pasar tantos años para
que se empiecen a encontrar a identificar a estas personas pero destacan, a mi
juicio, dos fundamentales.
La
primera es el miedo. En muchos casos, las familias y allegados de las personas
desaparecidas podían haber sospechado o conocido el lugar de los
enterramientos, pero la lápida de la desconfianza puede haber llevado a actuar
con especial cautela para no caer también bajo las balas asesinas. El paso del
tiempo y, en especial, el enfriamiento de la violencia, plantea una situación
diferente.
La
segunda razón es "político-institucional" por contextos de
indiferencia o, incluso, adversos a un accionar de instituciones del Estado
para buscar e identificar a las personas desaparecidas. Así, si dentro de la
intensidad del conflicto colombiano de hace algunos años el entorno no parecía
muy amigable para acciones de búsqueda por la Fiscalía en zonas convulsionadas,
en el Perú el oscurantismo autoritario de Fujimori hizo imposible hasta el año
2000 cualquier acción medianamente independiente por el Ministerio Público.
Es
innegable que ahora algo se mueve. Sin duda, con limitaciones de recursos y con
procedimientos que podrían ser reajustados en aras de mayor eficacia e impacto.
Pero avanzando a fin de cuentas, lo que da cuenta que el proceso de
democratización de nuestras sociedades no es irrelevante.
La
mayor parte, sin embargo, está por hacerse. Se requieren más recursos, acciones
y resultados. Primero, por los derechos de las víctimas: identificar el cadáver
del ser querido desaparecido, permite al menos darle sepultura y salir de la
oscuridad de la incertidumbre. Pero tiene importancia para la sociedad en su
conjunto: una perspectiva social e institucional de respeto a los derechos de
la gente y de esclarecimiento de la verdad es esencial para la reconciliación y
una paz duradera.
Fuente:
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/08/13/actualidad/1439499959_259923.html
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