Por Alberto Mario Suárez
Fotografías Rodrigo Sepúlveda El Tiempo
Los
diez años que lleva de muerto no le han quitado al viejo Albertino Pabón el
corte de cabello que tenía el día en que falleció, el 5 de diciembre del 2005,
y que conservó toda la vida. Solía tener el pelo corto, casi a ras, y la muerte
lo sorprendió así: peinado a medio lado, hacia la izquierda. Como siempre.
Tenía
70 años cuando ocurrió. Su piel morena se ha tornado oscura, rugosa, como si se
hubiera convertido en cartón. Lo enterraron con un saco marrón de telas gruesas
y con pequeños cuadros tejidos. En vida solo usaba ese color y el azul para
vestirse. Ambos en tonos oscuros, aunque su favorito era el azul, porque así le
rendía homenaje a su “glorioso partido conservador”, solía decir.
Es
mediodía del jueves 18 de junio. El cuerpo de Albertino tiene las dos manos
puestas sobre el pecho. Está en una urna de cristal en el cementerio de San
Bernardo, un municipio de Cundinamarca donde buena parte de los muertos se
convierten en momias por razones desconocidas. Pasa tan seguido que la Iglesia
decidió construir un mausoleo para guardarlas en urnas de cristal, cuando las
familias lo permiten.
Las
paredes del mausoleo son de color azul y salmón, en tonos claros. Tiene dos
pisos. En el primero están los cuerpos de cuatro sambernardinos. Al lado de la
urna de Albertino permanece la señora Saturnina Torres de Bejarano, que tiene
un letrero encima, colgado de una pared, donde dice que fue la esposa de Ismael
Bejarano, que tuvo 12 hijos y toda su vida la consagró a los oficios del campo.
“Al exhumar el cuerpo de doña Saturnina cayó una moneda de 500 pesos”, se
cuenta de ella.
En
el segundo piso hay otros dos cuerpos, y también los de cinco bebés que
fallecieron antes de cumplir un año de vida. Tienen pequeños vestidos blancos
bien puestos. Un puñado de universitarios que viajaron por cuatro horas desde
Bogotá hasta el pueblo pagaron 3.000 pesos por entrar y andan por los pasillos
asomándose a ver una momia tras otra. Les toman fotos. Se sacan selfis.
Dora
Cilia Monroy, la mujer que cuida del lugar, está sentada en una silla de
plástico. Mira a los estudiantes, espera preguntas, pero nadie se acerca. Entonces
vuelve a los reporteros de este diario que la visitan y cuenta que todo empezó
hace unos 50 años, cuando fue inaugurado el nuevo cementerio. El viejo estaba a
orillas de un río en la parte baja del municipio, pero la corriente arrastró
con algunos muertos cuando se crecían las aguas.
“Este
cementerio está desde 1956. Por ahí en el 63, 64, cuando empezaron a sacar
cuerpos para exhumaciones comenzaron a aparecer secos. Al principio no le
tomaron mucha importancia. Pero los cuerpos siguieron saliendo y saliendo y
saliendo y entonces ya como que la gente se concientizó de que aquí había algo
diferente”, dice. El cementerio está en la parte más alta del pueblo. San
Bernardo está recostado sobre los cerros del Sumapaz, en el sur de
Cundinamarca, y el camposanto lo levantaron al costado de una montaña donde
huele a pinos y flores. A la 1 p. m., el sepulturero Juan Carlos Velandia
limpia las tumbas. Su trabajo consiste en enterrar y sacar y hasta volver a
enterrar a los muertos que se han convertido en momias para ver si, dentro de
un par de años, cuando vuelva a sacarlos, los encuentra en un estado más
propicio para llevarlos a un nicho.
Tal
labor ya no le causa ni miedo ni intriga tras cinco años de trabajo. Explica
que cada 15 días algunas familias le piden que saque a un ser querido para
llevarlo a un nicho. Al año puede sacar hasta unos 30 cadáveres muy conservados,
y al menos 10 que se ven “exactos, exactos”, al día en que murieron.
“Ellos
se sacan a los cinco años y están intactos y si los corta uno tienen sangre
todavía, tienen carne y tienen todo. Los ojos, todo”, cuenta Juan. Aunque ver
los cuerpos momificados se ha vuelto parte de su rutina, mes a mes, hay algo
que no deja de sorprenderlo: si los cuerpos salen “exactos”, dice, una delgada
capa de hielo les cubre todo el cuerpo. En el caso del viejo Albertino, su
familia decidió sacarlo cinco años después de su muerte, en el 2010, pero no lo
lograron porque “estaba congelado”, dice Dora Cilia. Parecía que tuviera un
manto de hielo arropándolo dentro de su tumba. Y dos años después, cuando
intentaron sacarlo nuevamente, lo encontraron humedecido. “Era como si hubiera
estado flotando entre el agua y la bóveda donde estaba. Lo sacamos y lo dejamos
en un cuarto sobre una tabla. Aquí hubo que dejarlo cinco meses para que secara
bien”, añade la mujer.
Carmen
Vijalba murió hace nueve años. Su nieta, Marina Rojas, atiende un puesto de
ventas de jugos y de frutas en el centro de San Bernardo. Hasta ahora la
familia ha hecho dos intentos de sacar a la abuela para dejar sus restos en un
osario, que quieren llevar hasta el municipio de Icononzo, en el Tolima, donde
está sepultado su esposo.
“La
primera vez que lo intentaron y no pudieron fue hace dos años, pero yo no
estaba, le tocó a un hermano. Pero hace 20 días yo sí fui a ver cómo estaba,
con la esperanza de llevárnosla a Icononzo, pero estaba muy fresquita todavía”,
dice Marina. “¿Será que uno va a quedar así también?”, se preguntó cuando la
vio.
Ella,
como la mayoría de los pobladores, cree que todo tiene que ver con la comida.
Piensa que hay algo en los alimentos que se producen en esas tierras, y sobre
todo en la guatila y el balú, una fruta y una legumbre de la región sembradas
en todas las fincas, que los hace más saludables y más longevos y más fuertes,
incluso después de la muerte.
En
San Bernardo, de hecho, las autoridades locales se ufanan de que el municipio
sea llamado “la despensa agrícola de Cundinamarca”. La economía depende
principalmente del trabajo de los campesinos y el cultivo principal es el
tomate de árbol: hay cerca de 1.400 hectáreas sembradas. También es común que
los labriegos cultiven mora, lulo, habichuela, granadilla y curuba. El balú y
la guatila no se producen para vender, pero es fácil encontrar matas de ambas
plantas en la mayoría de las huertas de los labriegos, para el consumo
personal, para que les ayude a morir de viejos.
La
abuela de Marina Rojas vivía en una vereda llamada Nicononza y murió de un
infarto a los 86 años. Consumía muchas verduras y frutas a diario. Marina
enumera sus favoritas: balú, guatila, calabaza, ahuyama. “Ella se enfermaba y
no era como de tirarse en cama”.
Y
por eso, por la vida tan tranquila y tan saludable en el campo, es que Marina
cree que su abuela sigue intacta en la bóveda en la que descansa desde hace
nueve años en el cementerio.
Es
algo en la tierra, insiste la mujer. Se queda pensando y cuenta que en su venta
de jugos, cuando guarda moras sembradas en San Bernardo en la nevera pueden
conservarse hasta 15 días por fuera del congelador. “Mientras que las de otra
parte se empiezan a dañar a los dos o tres días”, sentencia.
En
su despacho, el párroco Juan Carlos Clavijo también sigue sin entender por qué
ocurre lo que ocurre con los muertos. Los procedimientos para sepultar a
quienes se han ido son los mismos de todos los camposantos del país, cumpliendo
las normas indicadas por una resolución del Ministerio de Salud. Los campesinos
le han dicho que pasa hasta por los materiales con que se hacen las bóvedas.
“Pero las bóvedas se hacen normales, con arena y cemento que se traen de la
ferretería”, bromea.
El
cura no ha gastado tanto tiempo en entenderlo como en explicarle a la gente el
mensaje que para él hay detrás de todo. Y cada vez que puede les dice a los
creyentes del pueblo que “Dios permite esto para que cuidemos nuestro cuerpo,
para que nos demos cuenta de que el cuerpo termina y queda en eso. La parte
material tiene un fin”.
La
coordinadora de salud pública de la Alcaldía, Yeimi Liliana Rey, cree que el
asunto tendría que ver, más bien, con el nuevo cementerio. “A orillas del río
eso no ocurría”, asegura, pero también aclara que no hay estudios que lo demuestren.
Y José Luis Socarrás, el director del programa de Arqueología de la Universidad
Externado, explica que llama la atención del pueblo que el proceso ocurra de
forma natural, pues la momificación, en los sitios donde se da, tiene que ver
con procedimientos creados por ciertas culturas para preservar a sus muertos.
Por eso cree que para acercarse a resolver el misterio habría que hacer un
estudio profundo sobre los cuerpos, saber si tienen algo en común en cuanto a
su parentesco, o los sitios donde vivían.
El
experto ve difícil que se le atribuya el proceso a la alimentación que tuvieron
algunas personas durante toda su vida, si también hay reportes de bebés
momificados y los mismos alimentos que se consumen en San Bernardo son comunes
en poblados vecinos.
Tampoco
se le puede atribuir al ambiente, agrega, pues cuando una momificación ocurre
por este factor tiene que ver con lugares donde existen condiciones climáticas
o muy frías o muy secas. “Y este no es el caso, pues el municipio tiene un
clima más bien templado. Esto lo hace aún más enigmático”.
Arley
Yesid Pabón, nieto de Albertino y secretario de agricultura del municipio, vive
cerca del cementerio en una casa pequeña ubicada sobre una calle polvorienta y
empinada. De niño tenía problemas respiratorios y para que sus papás dejaran de
viajar desde el campo al hospital cada vez que se complicaba, Albertino y su
esposa decidieron traerlo a vivir al casco urbano.
Su
abuelo trabajó toda la vida en la Policía y solía tener, como sus vestidos y
corte de cabello, premeditado todo lo que hacía. “Aunque era una persona muy
rígida, hasta para mostrar sus sentimientos, yo lo miro y recuerdo que él
siempre que cobraba su sueldo compraba un mercado de carne para la semana, y
dos pollos, los más grandes que encontrara en un mercado, y ese era el almuerzo
del día siguiente para toda la familia”, recuerda.
Tras
50 años conociendo cuerpos que se convirtieron en momias mes a mes, en San
Bernardo es difícil encontrar a quién le interese descifrar el “enigma” de por
qué les pasa a los muertos lo que les pasa. Para Arley, finalmente, más vale
tener el privilegio de tener los recuerdos de su abuelo que cualquier
explicación de por qué se conserva. Y como al resto del pueblo, con la historia
de los poderes de la tierra le basta.
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