viernes, 14 de agosto de 2015

San Bernardo, el pueblo donde los muertos se convierten en momias




Por Alberto Mario Suárez
Fotografías Rodrigo Sepúlveda El Tiempo

Los diez años que lleva de muerto no le han quitado al viejo Albertino Pabón el corte de cabello que tenía el día en que falleció, el 5 de diciembre del 2005, y que conservó toda la vida. Solía tener el pelo corto, casi a ras, y la muerte lo sorprendió así: peinado a medio lado, hacia la izquierda. Como siempre.

Tenía 70 años cuando ocurrió. Su piel morena se ha tornado oscura, rugosa, como si se hubiera convertido en cartón. Lo enterraron con un saco marrón de telas gruesas y con pequeños cuadros tejidos. En vida solo usaba ese color y el azul para vestirse. Ambos en tonos oscuros, aunque su favorito era el azul, porque así le rendía homenaje a su “glorioso partido conservador”, solía decir.

Es mediodía del jueves 18 de junio. El cuerpo de Albertino tiene las dos manos puestas sobre el pecho. Está en una urna de cristal en el cementerio de San Bernardo, un municipio de Cundinamarca donde buena parte de los muertos se convierten en momias por razones desconocidas. Pasa tan seguido que la Iglesia decidió construir un mausoleo para guardarlas en urnas de cristal, cuando las familias lo permiten.

Las paredes del mausoleo son de color azul y salmón, en tonos claros. Tiene dos pisos. En el primero están los cuerpos de cuatro sambernardinos. Al lado de la urna de Albertino permanece la señora Saturnina Torres de Bejarano, que tiene un letrero encima, colgado de una pared, donde dice que fue la esposa de Ismael Bejarano, que tuvo 12 hijos y toda su vida la consagró a los oficios del campo. “Al exhumar el cuerpo de doña Saturnina cayó una moneda de 500 pesos”, se cuenta de ella.

En el segundo piso hay otros dos cuerpos, y también los de cinco bebés que fallecieron antes de cumplir un año de vida. Tienen pequeños vestidos blancos bien puestos. Un puñado de universitarios que viajaron por cuatro horas desde Bogotá hasta el pueblo pagaron 3.000 pesos por entrar y andan por los pasillos asomándose a ver una momia tras otra. Les toman fotos. Se sacan selfis.

Dora Cilia Monroy, la mujer que cuida del lugar, está sentada en una silla de plástico. Mira a los estudiantes, espera preguntas, pero nadie se acerca. Entonces vuelve a los reporteros de este diario que la visitan y cuenta que todo empezó hace unos 50 años, cuando fue inaugurado el nuevo cementerio. El viejo estaba a orillas de un río en la parte baja del municipio, pero la corriente arrastró con algunos muertos cuando se crecían las aguas.

“Este cementerio está desde 1956. Por ahí en el 63, 64, cuando empezaron a sacar cuerpos para exhumaciones comenzaron a aparecer secos. Al principio no le tomaron mucha importancia. Pero los cuerpos siguieron saliendo y saliendo y saliendo y entonces ya como que la gente se concientizó de que aquí había algo diferente”, dice. El cementerio está en la parte más alta del pueblo. San Bernardo está recostado sobre los cerros del Sumapaz, en el sur de Cundinamarca, y el camposanto lo levantaron al costado de una montaña donde huele a pinos y flores. A la 1 p. m., el sepulturero Juan Carlos Velandia limpia las tumbas. Su trabajo consiste en enterrar y sacar y hasta volver a enterrar a los muertos que se han convertido en momias para ver si, dentro de un par de años, cuando vuelva a sacarlos, los encuentra en un estado más propicio para llevarlos a un nicho.

Tal labor ya no le causa ni miedo ni intriga tras cinco años de trabajo. Explica que cada 15 días algunas familias le piden que saque a un ser querido para llevarlo a un nicho. Al año puede sacar hasta unos 30 cadáveres muy conservados, y al menos 10 que se ven “exactos, exactos”, al día en que murieron.

“Ellos se sacan a los cinco años y están intactos y si los corta uno tienen sangre todavía, tienen carne y tienen todo. Los ojos, todo”, cuenta Juan. Aunque ver los cuerpos momificados se ha vuelto parte de su rutina, mes a mes, hay algo que no deja de sorprenderlo: si los cuerpos salen “exactos”, dice, una delgada capa de hielo les cubre todo el cuerpo. En el caso del viejo Albertino, su familia decidió sacarlo cinco años después de su muerte, en el 2010, pero no lo lograron porque “estaba congelado”, dice Dora Cilia. Parecía que tuviera un manto de hielo arropándolo dentro de su tumba. Y dos años después, cuando intentaron sacarlo nuevamente, lo encontraron humedecido. “Era como si hubiera estado flotando entre el agua y la bóveda donde estaba. Lo sacamos y lo dejamos en un cuarto sobre una tabla. Aquí hubo que dejarlo cinco meses para que secara bien”, añade la mujer.

Carmen Vijalba murió hace nueve años. Su nieta, Marina Rojas, atiende un puesto de ventas de jugos y de frutas en el centro de San Bernardo. Hasta ahora la familia ha hecho dos intentos de sacar a la abuela para dejar sus restos en un osario, que quieren llevar hasta el municipio de Icononzo, en el Tolima, donde está sepultado su esposo.

“La primera vez que lo intentaron y no pudieron fue hace dos años, pero yo no estaba, le tocó a un hermano. Pero hace 20 días yo sí fui a ver cómo estaba, con la esperanza de llevárnosla a Icononzo, pero estaba muy fresquita todavía”, dice Marina. “¿Será que uno va a quedar así también?”, se preguntó cuando la vio.

Ella, como la mayoría de los pobladores, cree que todo tiene que ver con la comida. Piensa que hay algo en los alimentos que se producen en esas tierras, y sobre todo en la guatila y el balú, una fruta y una legumbre de la región sembradas en todas las fincas, que los hace más saludables y más longevos y más fuertes, incluso después de la muerte.

En San Bernardo, de hecho, las autoridades locales se ufanan de que el municipio sea llamado “la despensa agrícola de Cundinamarca”. La economía depende principalmente del trabajo de los campesinos y el cultivo principal es el tomate de árbol: hay cerca de 1.400 hectáreas sembradas. También es común que los labriegos cultiven mora, lulo, habichuela, granadilla y curuba. El balú y la guatila no se producen para vender, pero es fácil encontrar matas de ambas plantas en la mayoría de las huertas de los labriegos, para el consumo personal, para que les ayude a morir de viejos.

La abuela de Marina Rojas vivía en una vereda llamada Nicononza y murió de un infarto a los 86 años. Consumía muchas verduras y frutas a diario. Marina enumera sus favoritas: balú, guatila, calabaza, ahuyama. “Ella se enfermaba y no era como de tirarse en cama”.

Y por eso, por la vida tan tranquila y tan saludable en el campo, es que Marina cree que su abuela sigue intacta en la bóveda en la que descansa desde hace nueve años en el cementerio.

Es algo en la tierra, insiste la mujer. Se queda pensando y cuenta que en su venta de jugos, cuando guarda moras sembradas en San Bernardo en la nevera pueden conservarse hasta 15 días por fuera del congelador. “Mientras que las de otra parte se empiezan a dañar a los dos o tres días”, sentencia.

En su despacho, el párroco Juan Carlos Clavijo también sigue sin entender por qué ocurre lo que ocurre con los muertos. Los procedimientos para sepultar a quienes se han ido son los mismos de todos los camposantos del país, cumpliendo las normas indicadas por una resolución del Ministerio de Salud. Los campesinos le han dicho que pasa hasta por los materiales con que se hacen las bóvedas. “Pero las bóvedas se hacen normales, con arena y cemento que se traen de la ferretería”, bromea.

El cura no ha gastado tanto tiempo en entenderlo como en explicarle a la gente el mensaje que para él hay detrás de todo. Y cada vez que puede les dice a los creyentes del pueblo que “Dios permite esto para que cuidemos nuestro cuerpo, para que nos demos cuenta de que el cuerpo termina y queda en eso. La parte material tiene un fin”.

La coordinadora de salud pública de la Alcaldía, Yeimi Liliana Rey, cree que el asunto tendría que ver, más bien, con el nuevo cementerio. “A orillas del río eso no ocurría”, asegura, pero también aclara que no hay estudios que lo demuestren. Y José Luis Socarrás, el director del programa de Arqueología de la Universidad Externado, explica que llama la atención del pueblo que el proceso ocurra de forma natural, pues la momificación, en los sitios donde se da, tiene que ver con procedimientos creados por ciertas culturas para preservar a sus muertos. Por eso cree que para acercarse a resolver el misterio habría que hacer un estudio profundo sobre los cuerpos, saber si tienen algo en común en cuanto a su parentesco, o los sitios donde vivían.

El experto ve difícil que se le atribuya el proceso a la alimentación que tuvieron algunas personas durante toda su vida, si también hay reportes de bebés momificados y los mismos alimentos que se consumen en San Bernardo son comunes en poblados vecinos.

Tampoco se le puede atribuir al ambiente, agrega, pues cuando una momificación ocurre por este factor tiene que ver con lugares donde existen condiciones climáticas o muy frías o muy secas. “Y este no es el caso, pues el municipio tiene un clima más bien templado. Esto lo hace aún más enigmático”.

Arley Yesid Pabón, nieto de Albertino y secretario de agricultura del municipio, vive cerca del cementerio en una casa pequeña ubicada sobre una calle polvorienta y empinada. De niño tenía problemas respiratorios y para que sus papás dejaran de viajar desde el campo al hospital cada vez que se complicaba, Albertino y su esposa decidieron traerlo a vivir al casco urbano.

Su abuelo trabajó toda la vida en la Policía y solía tener, como sus vestidos y corte de cabello, premeditado todo lo que hacía. “Aunque era una persona muy rígida, hasta para mostrar sus sentimientos, yo lo miro y recuerdo que él siempre que cobraba su sueldo compraba un mercado de carne para la semana, y dos pollos, los más grandes que encontrara en un mercado, y ese era el almuerzo del día siguiente para toda la familia”, recuerda.

Tras 50 años conociendo cuerpos que se convirtieron en momias mes a mes, en San Bernardo es difícil encontrar a quién le interese descifrar el “enigma” de por qué les pasa a los muertos lo que les pasa. Para Arley, finalmente, más vale tener el privilegio de tener los recuerdos de su abuelo que cualquier explicación de por qué se conserva. Y como al resto del pueblo, con la historia de los poderes de la tierra le basta.


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