Fuente: http://www.diariobae.com/notas/6120-funerales-nuevos-ritos-para-la-hora-de-la-despedida.html
Por Oscar Muñoz
Si “morir es una costumbre que sabe tener la gente”, como apunta Jorge
Luis Borges en su Milonga para Manuel Flores, al que cuatro balazos lo arriaron
de esta vida, sus ritos y prácticas conmemorativas mucho han cambiado desde
que, hacia 1803, una cédula real prohibiera los sepulcros en las iglesias, como
era habitual en la Buenos Aires colonial.
“Se enterraba en las criptas y en la parte superior, de acuerdo a la
importancia del difunto, que así ganaba un lugar preferencial, más cerca de
Dios”, ironiza con una buena dosis de humor negro Hernán Vizzari, especialista
en el tema y coautor de Ángeles de Buenos Aires. Historias de los cementerios
de la Chacarita, Alemán y Británico.
Investigador de las costumbres funerarias a lo largo de la historia,
Vizzari se dedica desde hace varios años a recuperar el valor patrimonial,
histórico y cultural de los cementerios, en especial el que fue motivo de su
libro, editado con suntuosa presentación por Olmo Ediciones.
“Aunque en Buenos Aires existían enterratorios desde la época de la
fundación, la cédula que subrayaba los
perjuicios para la salud pública que acarreaba esa práctica, obligó a buscar un
lugar adecuado, y a suficiente distancia del radio urbano”, reseña.
El Cementerio del Norte, inaugurado en 1822, no sólo reunía esas
condiciones, también estaba lejos de ser lo que es actualmente el cementerio de
la Recoleta, tan concurrido por los turistas extranjeros que se orientan por
sus pasillos hasta ubicar la tumba subterránea de Eva Perón.
“Era poco más que un baldío, incluso en el centro, había una huerta,
donde se cultivaban frutas y verduras para consumo de los frailes de la
parroquia vecina”, ilustra. Su condición de “camposanto” tampoco tardó en
perder la bendición, cuando trascendió la noticia de que había sido profanado
por el sepulcro de un masón. De ahí en más, fue cementerio a secas, para acoger
en sucesivas etapas a nuestros muertos, ilustres y no tanto.
La epidemia de fiebre amarilla de 1871 provocó un punto de inflexión
en la materia.
“La gente moría en cualquier lado: lazaretos, parroquias, sus casas y
hasta en la calle –describe Vizzari–. Desbordados los cementerios del Norte y
del Sur (habilitado en 1867 en el actual parque Ameghino), el gobierno tuvo que
resolver en tiempo récord la
habilitación de un cementerio en los alejados terrenos de la Chacarita,
hoy parque Los Andes”.
Las imágenes mueven a espanto: “Primero, los cadáveres eran
trasladados en carros tirados a caballo, hasta que se puso en marcha la
locomotora La Porteña, el llamado tren de la muerte, que tomaba una curva por
Corrientes, que aún conserva su trazado en el pasaje Discepolo”, señala.
De las costumbres mortuorias pasadas de moda quizás la más evocada sea la de las “lloronas”, mujeres
que eran contratadas para cumplir con ese fin en los velorios.
“Estaban incluidas en las tarifas de las casas funerarias y eran un
rasgo que acentuaba la solemnidad del momento en caso de muertos de cierta
ascendencia. En Buenos Aires estuvo en vigencia hasta fines del siglo XIX
–arriesga–. Pero en algunas provincias se prolongó bien entrado el siglo XX”.
Sin embargo, su profundidad de historiador nos revela algunos aspectos
menos conocidos y más fundamentalistas, como el piano de luto que atesoraban
las familias más acomodadas que habían sufrido una pérdida.
“Era una caja de madera de casi 80 centímetros de largo por 30 de
profundidad, que contenía un teclado similar al de un piano –precisa–. Este
artefacto permitía continuar con la digitalización y entrenamiento del estudiante
sin romper con el silencio de luto en el hogar. También se sabe que en el
teatro Colón funcionaba el ‘palco de
duelo’, donde el deudo podía ver y oír la obra sin ser visto”.
Música y aplausos
Así como los oficios religiosos en memoria de caídos en cumplimiento
del deber respetan ciertos ritos (el
clarín que rompe el silencio o la salva de fusiles), otros medios y ambientes
también reivindican códigos propios de etiqueta.
La anécdota del mundo del espectáculo es muy difundida. Cuando en un
teatro se anunció la muerte del mítico cantante y actor Al Jolson, un largo
aplauso puso final a la velada.
La costumbre se ha trasladado sólo recientemente hacia la sociedad
doméstica, quizás como una reacción para desdramatizar una instancia afín a
todos los mortales.
Las casas fúnebres también han acusado el impacto de estos tiempos, de
menos pompa y mayor intimidad.
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