Por Rodrigo Velázquez Moreno
La mayoría de las
culturas originarias coincidieron en enterrar a sus muertos y en considerar
sagrado el lugar donde éstos reposaban. A pesar de la tecnología y los siglos
transcurridos, esta tradición ha permanecido sin grandes cambios.
He aquí una brevísima
semblanza sobre ese espacio en el que, tarde o temprano, «descansaremos».
¿Panteón o
cementerio?
En principio hay que
aclarar que un panteón es un altar, mientras que un cementerio es el espacio
físico en donde se depositan cadáveres. Un poco de historia nos aclarará la tan
común confusión entre ambos términos: el primero tiene origen en los antiguos
templos donde los griegos adoraban a sus dioses; después, con la invasión
romana, algunos de esos panteones fueron destruidos; otros, con más suerte,
fueron transformados en nuevos templos para los dioses romanos.
Años después, cuando
el catolicismo se convirtió en la religión oficial, la Iglesia se apropió de
estos templos y los convirtió en basílicas. El Panteón Romano –Panteón de
Agripa– fue uno de los que atravesó por dicha transformación: se convirtió en
la Iglesia de Santa María de los Mártires, por lo que obtuvo inmunidad ante la
masiva destrucción de espacios «paganos» –hoy es el único edificio de la
Antigua Roma en la ciudad.
Durante el
Renacimiento, aquella iglesia se convirtió en la Academia de los Virtuosos de
Roma que, además, sirvió de sepulcro a artistas de la talla y fama de Rafael;
en la época moderna, al recuperar su valor original como Panteón de Agripa, la
idea de «ir al panteón a ver las tumbas de los famosos» no se hizo esperar: las
familias adineradas la copiaron para sus nichos fúnebres y construyeron
«panteones» para sus difuntos. Así, por costumbre, las personas comenzaron a
llamar «panteón» a cualquier tumba y, también por extensión, a los cementerios.
Entonces, el cometido de la religión católica se cumplió: se olvidó por
completo que, de origen, un panteón era un templo dedicado a los dioses
«paganos» –los griegos, primero, y después los romanos.
Y bueno...
Los cementerios
siempre han tenido espacios físicos delimitados, normalmente ubicados lejos de
las poblaciones. Supongo que desde tiempos prehistóricos el ser que dejaba de
vivir era abandonado por varias razones: 1. no tenía ya ninguna utilidad para
nadie –salvo, quizá, en las culturas caníbales–; y 2. los muertos apestan,
atraen enfermedades y animales salvajes. Presumo entonces que, después de miles
de años, los hombres entendieron que el riesgo de contraer enfermedades por la
presencia de cadáveres disminuye si éstos se queman o se entierran; imagino
también que ya eran lo bastante civilizados como para entablar lazos
fraternales, incluso con cuerpos inanimados. Así pues, decidieron conmemorar
las muertes de sus amigos y parientes y, para hacerlos permanecer en el
recuerdo, qué mejor que edificar un lugar especial, que cumpliera con el
requisito de lejanía [pero nomás tantito] para matar dos pájaros de un tiro:
poderlos visitar en un lugar en el que no «contaminen» con su presencia.
Estos lugares
reflejan las tradiciones y culturas de los pueblos que los construyeron. De ahí
su importancia para los historiadores por sus múltiples asociaciones:
catacumbas, sarcófagos, cementerios y ataúdes; cruces, lápidas, flores,
etcétera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario