Tumba de Eduardo Dato
Por: Pablo León Fotografía: Carlos Rosillo
Nueve cipreses. Nueve
custodios verdes, velan muy cerca de la estación de Atocha, entre las calles de
Áncora y Méndez Álvaro, pero no tienen cuerpos a los que atender. Son el último
vestigio del desaparecido cementerio donde fue enterrado Calderón de la Barca,
el camposanto de San Nicolás. En la cercana parroquia de San Sebastián tampoco
queda rastro de los nichos. “Aquí fue sepultado Lope de Vega. Gran poeta y
padre del teatro hispano”, reza una inscripción en la entrada de esta basílica.
Y no miente. Allí se enterró al genial dramaturgo del Siglo de Oro. Pero nadie
sabe dónde están sus huesos. Ni los de Calderón, ni los de Quevedo, ni los de
Velázquez, ni los de Juan de Herrera… En Madrid, los muertos se pierden.
“En España hemos
perdido a todos los muertos ilustres del Siglo de Oro”, explica Nieves
Concostrina, periodista especializada en el Tánatos. “Pero el problema no ha
sido de Madrid o de España, sino de la Iglesia”, continúa. Durante varios
siglos, la gestión de la muerte fue patrimonio de esta institución, que se
encargaba de dar sepultura y cuidar tanto del alma del difunto como de sus
restos mortales. “Cobraban por enterrarte en sus cementerios”, dice
Concostrina. “Y como su única intención era recaudar, cuando las criptas se
llenaban, desahuciaban los cuerpos que había sin ningún tipo de miramiento ni
cuidado. Daba igual que fuera un literato, un filósofo o un arquitecto, se movía
todo para alojar al nuevo pagador”, agrega. Debido a esa “desenfrenada venta de
sepulturas”, hace tiempo que en la ciudad se perdió el rastro de algunos de los
cuerpos más ilustres de España.
Ese desinterés por
las osamentas se evidenció, de manera preocupante, en 1837. Ese año se propuso
la creación del Panteón de los Hombres Ilustres, en el antiguo terreno que
ocupaba la iglesia de San Francisco El Grande. Tras la desamortización de
Mendizábal, el espacio debía pasar de propiedad sacra a gestión civil y se
propuso cambiar el culto a Dios por un tributo a los cuerpos que albergaron las
mejores mentes del país. Para ello, se iban a trasladar exquisitos cadáveres al
mausoleo. No encontraron ninguno. “Fueron a buscar a Lope, pero no estaba
porque le echaron del nicho para enterrar a la hermana del vicario de Madrid”,
cuenta Concostrina. “La gestión que la Iglesia ha hecho de la muerte ha sido
totalmente vergonzosa”.
Aunque a partir del
siglo XVIII Carlos III prohibió realizar entierros en el interior de las
parroquias, muchas de ellas erigieron pequeños cementerios aledaños a sus
terrenos. A medida que la piel de la capital cambiaba, bien la destrucción de
inmuebles por los incendios o bien por la recalificación de las tierras, estas
sepulturas desaparecían bajo los nuevos cimientos. En el mejor de los casos
eran trasladadas, pero en la mudanza, muchas osamentas también desaparecían.
“Yacen ignorados en algún rincón o sótano de la Casa Consistorial”, escribía
Mesonero Romanos en referencia al paradero de los huesos del navegante Jorge
Juan en su libro El antiguo Madrid, de 1861.
A pesar de la falta
de grandes nombres de la cultura, el Panteón de los Hombres Ilustres se
inauguró junto a la basílica de Atocha. El conjunto, con esculturas de
Benlliure, se llenó de políticos: Prim, Sagasta, Cánovas del Castillo… “No
tiene nada que ver con otros panteones del resto de Europa”, apunta Nacho Vleming,
historiador del arte, “en este solo hay políticos, nadie relacionado de verdad
con la cultura”. Este monumento, a cargo de Patrimonio Nacional, es el que
menos visitas recibe de todos los lugares que gestiona la institución. A pesar
de esa aparente falta de interés, otras sepulturas, como la de Lope, Calderón o
Cervantes, aun sin cuerpo presente, llaman la atención del público.
“La voluntad de don
Miguel de Cervantes no fue irse a otro sitio, quiso quedarse aquí y aquí tendrá
que estar”, dijo hace unos días Amanda de Jesús, madre superiora del convento
de las Trinitarias Descalzas. La última semana este centro espiritual parece un
salón de eventos. Una tumba con las iniciales M. C. y un fémur han
revolucionado la vida de las monjas. Al parecer, los restos son de Cervantes (o
no). A pesar de esa incógnita, desde hace años una placa anuncia en la puerta
del convento que allí fue enterrado el insigne escritor. No había prueba
científica de que allí seguía. Ahora tampoco. “Todo este lío es porque las
religiosas perdieron a Cervantes. El cuerpo del escritor no se ha volatilizado
solo”, denuncia Concostrina. “En un momento dado le arrumbaron con una decena
de personas más y le perdieron el rastro”.
El turismo
necrológico, de cementerios o de tumbas de personajes interesantes, es
rentable. “Visitar la tumba de Shakespeare o la de Eva Perón deja dinero. Los
muertos ilustres son un atractivo para la ciudad”, cuenta Clara Reina,
licenciada en turismo. “Mientras Europa lleva tiempo valorando la muerte en sus
aspectos culturales o artísticos, en España siempre ha habido una aproximación
emocional y tamizada por la religión”, opina. En España, la muerte se celebra
el Día de Todos los Santos y el contiguo Día de los Difuntos. El resto del año,
los muertos se dejan en paz.
“Somos unos paletos;
unos catetos”, se queja Concostrina, que colabora desde hace años en la cuidada
revista Adiós, que se distribuye en tanatorios y funerales. Cementerios como el
de La Recoleta, en Buenos Aires, con los restos de Evita; el de Dorotheenstadt,
en Berlín, donde yacen Brecht o los hermanos Grimm, o el de Père-Lachaise, en
París, con la visitadísima tumba de Jim Morrison, ofrecen paseos guiados, con
paradas en sus sepulturas más prestigiosas. En Madrid es complicado encontrar
un guía que descubra los secretos de La Almudena. En la necrópolis del este,
uno de los cementerios más grandes de Europa, reposan Baroja, Galdós, Arturo
Soria, los nobeles Aleixandre y Ramón y Cajal o la folclórica Lola Flores,
junto a su hijo. Pocos turistas los visitan.
“Ahora que busquen a
Lope de Vega”, espeta Concostrina. O a Claudio Coello, o a Velázquez, o a Fray
Bartolomé de las Casas, o a Quevedo, o a Calderón. Será por muertos perdidos.
Mientras tanto, cipreses anónimos, custodios del Hades, sorprenden de vez en
cuando en alguna esquina de la ciudad. Marcaban las tumbas. Alguna de ellas,
quizá, pertenecía a algún hombre, o mujer, ilustre.
Fuente: http://ccaa.elpais.com/ccaa/2015/03/21/madrid/1426957631_677574.html
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