Por
Pablo Bujalance
Si
las ciudades pueden leerse como libros, los capítulos más reveladores y
paradójicamente parecidos a la vida se encuentran en los cementerios. El de San
Miguel es un enclave representativo de Málaga por cuanto resume en su parcela
las mayores luces que alumbró la urbe en los dos últimos siglos, pero también
porque, aun sosteniendo un tesoro patrimonial de primer orden, es un verdadero
desconocido. A ello contribuyó, claro, la clausura impuesta una vez que en 1986
dejaron de celebrarse enterramientos; pero también la mala salud de una memoria
que en los últimos años se ha acercado al Cementerio de San Miguel
puntualmente, sin terminar a decidirse del todo, muy a pesar de los trabajos de
rehabilitación que, especialmente desde 2011, y aún en marcha, han devuelto al
camposanto buena parte del esplendor perdido. Ahora, la directora de esta
restauración, Araceli González, ha reunido la historia del Cementerio de San
Miguel en un libro cuya publicación impulsa el Ayuntamiento a través de
Promálaga y que se presentó ayer en el Consistorio con la presencia del
alcalde, Francisco de la Torre; el portavoz del equipo de gobierno y
responsable de Promálaga, Mario Cortés; y la propia autora, que confió en que
la publicación (que se distribuirá en librerías) permita a los malagueños
conocer a fondo un aliado inestimable de su pasado reciente.
La
historia del Cementerio de San Miguel es, a fin de cuentas, y tal como subrayó
el alcalde, la misma historia de Málaga en los siglos XIX y XX, especialmente
en su dimensión empresarial, cultural y "benefactora". Su origen se
remonta a la Real Cédula de Carlos III que en 1787 prohibió los enterramientos
en iglesias: semejante mandato condujo a Málaga a la necesidad de construir un
cementerio extramuros, y el Ayuntamiento adquirió para tal fin en 1803 los
terrenos del actual Cementerio de San Miguel, que fueron bendecidos en 1810
como camposanto. En los 250 panteones y nichos que lo pueblan (algunos
realizados por arquitectos como Jerónimo Cuervo, Fernando Guerrero Strachan y
Manuel Rivera, y adornados con esculturas de Francisco Palma García y el
italiano Lorenzo Bartolini entre otros artistas) descansan con sus familias los
grandes referentes de la Málaga de la época: empresarios como Manuel Agustín
Heredia, Manuel Domingo Larios, Jorge Loring, Félix Sáenz y Enrique Huelin;
pintores como Antonio Muñoz Degrain y José Moreno Carbonero; escritores como
Salvador Rueda y la norteamericana Jane Bowles (cuya tumba fue restaurada hace
tres años por iniciativa del Instituto Municipal del Libro); y otras figuras
elementales como la caritativa Trinidad Grund, el compositor Eduardo Ocón, el
popular gangster Alvin Karpis (que en su día fue declarado enemigo público
número uno en EEUU y que vivió sus últimos años en Torremolinos) y los 48
compañeros de José María de Torrijos que fueron fusilados en la playa de San
Andrés en 1831, cuyos restos descansaron en San Miguel antes de su traslado a
la cripta de la Plaza de la Merced (un monumento mantiene todavía el recuerdo
debido a los héroes en el cementerio, donde también reposa el Padre Vicaría, el
religioso que les procuró consuelo espiritual en sus últimos momentos). Aunque
buena parte de los inquilinos del cementerio proceden de las clases más
acomodadas en una Málaga que acusó históricamente graves diferencias sociales,
De la Torre subrayó ayer que la ciudad obrera también tiene a algunos de sus
líderes inhumados en San Miguel: es el caso de Rafael Salinas, fundador de la
UGT en Málaga y uno de los primeros concejales socialistas en el Ayuntamiento
durante la Segunda República.
Más
allá de sus moradores, el Cementerio de San Miguel aspira a ser un lugar vivo:
el pasado febrero fue incluido en el Catálogo General del Patrimonio Histórico
Andaluz, y el Ayuntamiento mantiene un amplio programa de visitas guiadas. Es
hora de que la memoria se escriba hacia adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario