lunes, 5 de junio de 2017
Publicación: El Señor de la Misericordia de Encarnación de Díaz. Una histórico panteón y el Ancestral ritual de la muerte
Sobre el trabajo de Javier Gomezjurado Zevallos: Historia de la Muerte en Quito
Por: Evelyn Jácome
Fotografía: El
Comercio
No es fácil hablar del final de la vida. Nunca
lo fue. La sociedad prefiere dar la espalda e ignorar que, desde el instante
mismo del primer respiro, lo único seguro que una persona lleva bajo el brazo
es que le llegará la muerte. Es ahí, en medio del tabú, de la vista gorda, de
la fantasía de que los que se van para siempre son los otros y no los nuestros,
donde Javier Gomezjurado Zevallos lanza un dardo y da en el centro con su libro
‘Historia de la muerte en Quito’. Gomezjurado junta anécdotas con hechos
históricos para narrar cómo ha sido ese encuentro cara a cara entre la ciudad y
la muerte, con sus ritualidades, sus misterios, sus llantos e incluso con sus
más perturbadores casos. Hace un paneo de los escenarios, ritmos y personajes
que protagonizaron (y protagonizan) el Quito de los muertos. En 340 páginas
desenreda, minuciosamente, los tejidos sociales, culturales y artísticos que se
arman en torno a la muerte. Sin quitarle el halo sagrado que la envuelve, logra
aterrizar sus prácticas populares, comunales e individuales y las presenta a
manera de escenas para que el lector sea testigo de cómo han mutado con el
paso de los siglos. Poco se ha publicado sobre la muerte en la capital. Las
indagaciones han ido más bien encaminadas a la historia de algún cementerio
antiguo o a alguna práctica indígena que aún se mantiene en parroquias como
Calderón y que se han vuelto patrimonio intangible, como llevar alimento al
difunto el 2 de noviembre. Pero Gomezjurado va más allá, y en seis capítulos
pone sobre la mesa un minucioso trabajo de investigación, en el que olfatea,
rastrea y revela el día a día de los ritos fúnebres, detalladamente
documentados. La muerte deja, entre los que se quedan, costumbres para
contemplarla que perduran siglos. Por ejemplo cuando moría un ser querido, las
mujeres puruhaes tiznaban sus caras y caminaban descalzas por los cerros y
lugares a los que solía ir la persona, para buscarla y llamarla por su nombre.
El llanto y el canto eran parte del rito fúnebre. Hoy, a las afueras de la morgue
de Quito, aún es posible escuchar y sentir cómo las personas que pertenecen a
comunidades indígenas conservan la costumbre de cantar versos improvisados con
alaridos, para dejar ir el dolor. Mientras hoy, en pleno siglo XXI, la velación
y el entierro toman como máximo 48 horas, antes de la llegada de los españoles
las ceremonias fúnebres duraban más de cinco días, se paseaba al muerto por las
casas de los amigos y el licor formaba parte del ritual. Ya ebrios, los
indígenas hacían apuestas y lo que ganaban se lo entregaban a la viuda. Incluso
había quienes lavaban los pies y manos del difunto con chicha, que luego era
consumida en el velatorio. Hasta antes del siglo XV, los indígenas eran
enterrados en sus propias casas o en cerros apartados, en tumbas circulares o
en sepulcros de piedra. Se los sentaba con sus pertenencias y joyas valiosas,
lo que incluía a su mujer más querida. Otro ejemplo, ya en la sociedad mestiza,
es el fervor católico traído por los españoles. En la Colonia aparecieron
rituales que acompañan a la muerte hasta hoy, como los santos óleos y las
misas. Los adultos pudientes eran enterrados en las iglesias envueltos en
mortajas, sin ataúd. La clase popular terminaba en un terreno junto al Hospital
de la Misericordia, mientras que los criminales maldecidos, suicidas o infieles
católicos eran arrojados con odio a las quebradas. Para el siglo XVIII, Quito
contaba con al menos 26 lugares de sepultura. En 1787, la Corona española, ante
la aparición de epidemias, mandó a crear un cementerio, ya que se sospechaba
que la causa era la costumbre de enterrar en las iglesias. En 1789 se empezó a
hacer entierros en El Tejar. Allá fueron a parar los restos de Eugenio Espejo y
de algunos de los caídos en las batallas libertarias. En 1866 se habilitó el cementerio
de La Merced, para enterrar a los pobres. San Diego abrió sus puertas en 1872.
Gomezjurado también desmenuza lo que hay detrás del luto: una práctica venida
de España que aún se conserva. El vestirse de negro tuvo su origen en el temor
a la muerte. Fue concebido en un inicio como un intento de disfrazarse de
espíritu para que el ánima del difunto no pudiera poseerlo. Las beatas se
encargaban de vigilar que la viuda llevara un velo negro y guardara luto toda
la vida. Padres e hijos debían vestir de negro por 10 años. Los hermanos, por
cinco. Los tíos y primos, por dos. Luego podían optar por medio luto con
colores plomos, lilas y blancos. Pero estaba completamente negado tocar música,
bailar o disfrutar de placeres mundanos. A fines del siglo XIX e inicios del
XX, se popularizó el retrato post mortem. Se acostumbraba fotografiar a los
difuntos de tres formas: como si estuvieran vivos (sentados y con los ojos
abiertos), dormidos (en sus camas) y muertos (dentro del ataúd). El viaje para
conocer la muerte en Quito lleva al lector hasta el siglo XX, cuando se empezó
a servir canelazos, galletas... y se hizo costumbre contar chismes y cachos en
los velatorios. Era bien visto que los familiares protagonizaran desmayos y
alaridos, a veces reales. Fue cuando aparecieron las lamentatrices: mujeres
contratadas que expresaban con mayor fuerza el dolor ante la pérdida. Algunas,
incluso, se arrancaban mechones mientras soltaban quejas. Era un oficio que
pasaba de madres a hijas y se mantuvo hasta el segundo tercio del siglo XX.
Fuente: http://www.elcomercio.com/tendencias/formas-entender-muerte-quito-planetaeideas.html
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