lunes, 31 de octubre de 2011

ABRACATABRA LAS CATAS DE LA CABRA: Huari


Fabricante: Cervecería Boliviana Nacional
Origen: Oruro, Bolivia
Estilo:Pilsener
Color: Amarillo cristalino
Alcohol: 4.8%
Temperatura de consumo: 6 a 8 grados

Hablar de Huari, remite necesariamente a una de las cervezas más tradicionales de Bolivia. Según se cuenta, una de las características más importantes de esta cerveza es la pureza de su agua que brota de un manantial cercano a un cerro en Santiago de Huari, la misma que cuenta con un ph perfecto.
Esta cerveza es fruto de un correcto balence de maltas argentinas (80%) y arroz(20%), que con un minucioso proceso de elaboración, en el que el agua se convierte en ingrediente fundamental, logra un producto de un amarillo cristalino y de suave amargor en la boca.
La espuma de Huari no es muy consistente, sin embargo, no es necesario que lo sea pues es una bebida que se deja tomar a sorbos largos. En boca también deja evocaiones dulzonas, aunque débiles. Tiene un rápido final y no es muy persistente en la boca.
En el caso de una cerveza tan tradicional como Huari (hay historias que hablan de que ya en 1550 se consumía un tipo parecido de cerveza en la zona) es necesario también comprenderla como un elemento cohesionador del tejido social pues se ha convertido, sin duda, en ícono de Bolivia. Como dato interesante añado que dado que no se sabe a ciencia cierta la procedencia de las prístinas aguas con las que se elabora Huari, se piensa hacer pruebas de carbono 14 para determinar la antigüedad de la misma con el fin de preservar el recurso para próximas generaciones.
Salud!

Los niños y la muerte en México

Texto y fotos: Julie Sopetrán

Desde la primera vez que entré en los cementerios mexicanos, hace ya muchos años, me llamó poderosamente la atención ver a los niños en los cementerios arreglando las tumbas junto a sus padres y familia, preparando las flores, participando de los quehaceres y preparativos para la celebración de Día de Muertos. Me di cuenta, que desde muy niños, asimilan esa realidad de la muerte y en el panteón, observan, ríen, juegan respetuosamente, encienden velas, transportan flores, se acurrucan junto a las tumbas, llevan sus golosinas, miran, siguen los pasos de sus familias, son parte muy activa de lo que hacen los mayores y así maman en el cementerio las creencias.
Desde muy niños están informados del proceso de vivir y morir. En México no se evita la presencia de la muerte y los niños no sólo ven morir a sus seres queridos, también participan en los velatorios, y en el recuerdo que cada año se le dedica al familiar, amigo, vecino que se fue para siempre, y ese recuerdo se hace más patente en esta celebración de Día y Noche de Muertos.
No ocurre lo mismo en nuestro país, en España, el día primero de Noviembre no se ve a un niño en el cementerio, tampoco en un entierro o en un velatorio, a los niños se les aísla ante el acto de la muerte, no se les cuenta o se les habla con naturalidad del tema, no se les hace entender que nacemos y morimos, y el pequeño lo va aprendiendo con los años, con la propia experiencia y, ese desconsuelo aterrador con el que va cubriendo a solas y muy íntimamente ese proceso.




Mi experiencia en México, me ha hecho ver lo importante que es para el niño estar activo en el duelo, hacerle participar en lo esencial, en lo natural que es la muerte. Es muy necesario quitarles el miedo, el terror, la incertidumbre, la mentira con que adornamos la muerte a muchos niños. Y sería muy necesario llevarles a las ceremonias funerarias, darles, enseñarles esa oportunidad de expresar sus propios sentimientos. Los niños son muy creativos y ante la muerte saben reaccionar incluso mejor que los mayores.

Niños adornando la tumba
En México se habla con los niños de la muerte, del abuelito que se fue, del hermanito que murió, y se le enseña a velarlo, a ser él mismo ante la ausencia y ante la creencia de saber que una vez al año, por lo menos, el muertito va a volver a casa, y todos lo van a recibir. Así se le da valor a los objetos que utilizó el difunto, a los gustos que tenía en vida. Resucita familiarmente el ser que fue, lo que nos dejó en el recuerdo espiritual y físicamente. Y para ello se hará un caminito de pétalos de flores doradas, para que cuando venga a visitarnos el espíritu de fulanito y menganito, sepa el camino a seguir y que no se vaya a perder, y entre todos se hará un altar en la casa, y se le pondrá la foto más linda y la comida que más le gustaba, y el juguete con el que jugaba, y si el que murió fue el abuelo, pues su tequilita y su garrote o herramienta de trabajo habrá que desempolvarla... Y se le recordará tal como era en vida, con alegría y sin miedo alguno. Nunca, nunca al niño se le debe ocultar nada que lo traumatice.


¿Pero, se ríen los mexicanos de la muerte? Yo creo que no. Los mexicanos como los españoles, como muchos otros pueblos, temen de igual modo a la muerte, lloran, sienten, extrañan a sus seres queridos... Al pueblo mexicano lo que le pasa es que es muy fiel a sus tradiciones y a su religión, tradiciones antiguas y religiones mezcladas.
Ya los antiguos mexicanos, hace miles de años, seguían sus mitos a través de ritos mortuorios, ellos creían que al morir se viajaba al Mictlán, que era el lugar de los muertos y de la eternidad y cuando uno moría se convertía automáticamente en dios...
Luego, el cristianismo, les trajo la vida eterna. Así su entrega a la oración también es auténtica y los niños van siguiendo esos pasos ancestrales y modernos de los mayores, lo hacen con respeto, con amor y espontaneidad y con una naturalidad que en otros lugares no sería común.
A mi me llamó mucho la atención ese colorido, esa maravillosa composición de flores en el cementerio, colores de papel picado morado, naranja, colgado de un extremo a otro con motivos de la muerte, comiendo, bebiendo, trabajando... Ese humor mexicano que se hace arte en el papel, o ese adorno multicolor sobre la tierra, sólo quiere decir amor, porque México está lleno de flores y es la estación del cempasúchil color oro puro y es un estallido de sensaciones alegres, de velas encendidas, de incienso o copal, de jarras o vasos con agua para saciar la sed en el camino del muerto que regresa a casa, las fotografías de los difuntos, la gente en armonía con sus creencias, pero en el fondo fondo, el mexicano está velando a sus muertos desde su fe ancestral y cristiana.



¿Es un festejo? No sé si podría llamarlo así, para el turista que se acerca al cementerio, tal vez lo es, porque en sus países de origen es distinto o tal vez no existe ese culto a la muerte. Pero para el mexicano, el primero de noviembre lleva muy dentro el dolor de sus muertos, y más de sus muertos matados, ahora no, no creo que sea precisamente fiesta sino grito pidiendo justicia.
Y sí, son los niños, con su inocencia, los que verdaderamente disfrutan de la luz, del colorido, del ambiente creado en torno a la tumba, de las calaveritas de azúcar, del pan de muertos, de sus golosinas. Para los niños, la imagen del esqueleto con guadaña es algo lúdico, aunque simboliza lo pasajero, no le causa el miedo que podría causarle a cualquier otro niño europeo. Tal vez porque en México la muerte es mágica, trágica, sí, pero esotérica y se la implora como remedio para muchas cosas, por ejemplo, para atraer el dinero, para las conquistas amorosas, para la salud, etc.. Ella es la Santísima Muerte, la que puede hacer y deshacer al instante. Y los niños lo saben muy bien porque sus papás así se lo han enseñado y para ellos es una santa costumbre ya ir al cementerio.









Manila: un cementerio vivo



Podría ser el escenario perfecto para una película de terror. Para una de zombis. Lo tiene todo: nichos con grietas sugerentes, tumbas de las que brotan gusanos y cucarachas, y huesos humanos estratégicamente colocados en las esquinas más recónditas. Pero hay un elemento clave que no concuerda en la historia: quienes saltan entre los sepulcros del Cementerio Norte de Manila tienen poco de muertos vivientes. La suya es una vida plena, y también repleta de dificultades.
No hay estadísticas oficiales sobre la población que reside en los cementerios de la capital filipina. De hecho, sería imposible realizar un censo entre emigrantes rurales, maleantes a la fuga y prostitutas caídas en desgracia. Ninguno querría figurar. Pero nadie duda de que sean decenas de miles. Y basta con un vistazo al North Cemetery para convencerse de que posiblemente sean más. Solo en él ya viven unas 3.000 personas.
Las ventajas son evidentes. En primer lugar, los residentes oficiales, esos cuyos nombres y apellidos aparecen inscritos en las viviendas, no dan guerra. Aunque, como herencia de la colonización española Filipinas es un país profundamente católico, en el que la superstición está también muy arraigada, los espíritus no suponen ningún problema para los habitantes ilegales. "A quien hay que temer es a los vivos, no a los muertos", asegura Rosana Castro, cuyo hogar es, desde hace 23 años, una chabola erigida encima de una pared de nichos, en la frontera que divide la tierra de los vivos y de los muertos.
De hecho, a Rosana los muertos no solo no le incomodan, sino que incluso le proporcionan una forma de vida. El marido inscribe las lápidas y ella limpia algunas tumbas cuando los familiares de algún fallecido deciden ir a visitarlo. "El Día de Todos los Santos nos da de comer durante dos meses, pero el resto del año la vida es dura", relata Rosana, que cobra entre 50 y 100 pesos (entre uno y dos euros) al mes por cada tumba de las que se responsabiliza. Mañana será el único día del año en el que no pueda permanecer en su infravivienda. "Tenemos que ser respetuosos y en Todos los Santos los familiares vienen a ver a sus seres queridos. Dejamos todo limpio y nos marchamos", cuenta.
La segunda ventaja de vivir en un cementerio se nota directamente en el bolsillo. "No hay que pagar alquiler", reconoce Rolando Lacap, un hombre de 45 años que nació en el North Cemetery y que no se ha movido un ápice del panteón de los Teves en el que su madre le dio a luz sin anestesia ni asistencia médica. "Mis padres ya cuidaban de él cuando vivía la mayoría de los miembros de la familia. Ahora solo quedan los nietos de quienes compraron la parcela, y yo sigo cuidando de sus antepasados". En sus palabras no se aprecia ni un atisbo de envidia por el hecho de que los huesos de los Teves tengan un hogar mucho más decente que el suyo.
Porque adecentando el panteón de esa familia consigue parte de los exiguos ingresos que le permiten comer una vez al día. "Les hacemos un favor y por eso nos dejan vivir aquí. De hecho, nos dan ropa e incluso comida. Creen que no solo adecentamos el mausoleo, sino que también damos compañía a los que están dentro". Vaya si la dan. Es posible que incluso los Teves no puedan descansar en paz, porque Lacap no está solo. Junto a las tumbas de esa familia, ha construido poco más que una tejavana a la que llaman casa diez personas más: su mujer, Victoria Lacap; cinco hijos, de los que solo uno ha llegado a pisar el instituto, y no por mucho tiempo; y cuatro nietos que, cuando no dan brincos jugando a rockeros con palos que sirven de guitarra eléctrica, duermen desnudos sobre el yacimiento final de los Teves. La suya es una vida sin oportunidades. Porque las ventajas de vivir en el cementerio difícilmente compensan los inconvenientes. "Tenemos que robar la electricidad y no hay agua corriente ni un lugar adecuado para hacer nuestras necesidades y lavarnos", enumera Rose Mari Mamaril, una mujer de 32 años que ha parido un bebé amarillento porque estuvo "tomando medicinas contra la diarrea durante el embarazo y sin consultar con ningún médico".
La ausencia de centros escolares y sanitarios, obviamente innecesarios para los muertos, agudiza los problemas sociales de estos refugiados del camposanto. "La consulta en el ambulatorio del barrio es gratuita, pero no así las medicinas o el tratamiento necesario, así que ¿para qué vamos a saber lo que tenemos si luego nadie va a poner remedio?", se pregunta Mamaril.
Malaria, dengue, tuberculosis y neumonía se encuentran entre las principales causas de mortalidad entre los habitantes de los cementerios y las barriadas de la capital filipina, un explosivo cóctel de unos 12 millones de almas. Cuando los virus no causan una escabechina, los tifones toman el relevo. "El viento se lleva por delante las casas, e incluso levanta las tapas de las tumbas y mata a gente. La lluvia no es mucho mejor", comenta Mamaril, sin atisbo de lamento alguno. "Y lo más preocupante es que muchos criminales vienen aquí a esconderse, y hay mucha droga y prostitución que crean un mal ambiente para nuestros hijos". La naturalidad con la que relata los peligros a los que se enfrentan ella y los suyos, en muchas ocasiones acompañada de carcajadas, es mucho más aterradora que la presencia de cientos de muertos a su alrededor.