Podría ser el escenario perfecto para una película de terror. Para una de zombis. Lo tiene todo: nichos con grietas sugerentes, tumbas de las que brotan gusanos y cucarachas, y huesos humanos estratégicamente colocados en las esquinas más recónditas. Pero hay un elemento clave que no concuerda en la historia: quienes saltan entre los sepulcros del Cementerio Norte de Manila tienen poco de muertos vivientes. La suya es una vida plena, y también repleta de dificultades.
No hay estadísticas oficiales sobre la población que reside en los cementerios de la capital filipina. De hecho, sería imposible realizar un censo entre emigrantes rurales, maleantes a la fuga y prostitutas caídas en desgracia. Ninguno querría figurar. Pero nadie duda de que sean decenas de miles. Y basta con un vistazo al North Cemetery para convencerse de que posiblemente sean más. Solo en él ya viven unas 3.000 personas.
Las ventajas son evidentes. En primer lugar, los residentes oficiales, esos cuyos nombres y apellidos aparecen inscritos en las viviendas, no dan guerra. Aunque, como herencia de la colonización española Filipinas es un país profundamente católico, en el que la superstición está también muy arraigada, los espíritus no suponen ningún problema para los habitantes ilegales. "A quien hay que temer es a los vivos, no a los muertos", asegura Rosana Castro, cuyo hogar es, desde hace 23 años, una chabola erigida encima de una pared de nichos, en la frontera que divide la tierra de los vivos y de los muertos.
De hecho, a Rosana los muertos no solo no le incomodan, sino que incluso le proporcionan una forma de vida. El marido inscribe las lápidas y ella limpia algunas tumbas cuando los familiares de algún fallecido deciden ir a visitarlo. "El Día de Todos los Santos nos da de comer durante dos meses, pero el resto del año la vida es dura", relata Rosana, que cobra entre 50 y 100 pesos (entre uno y dos euros) al mes por cada tumba de las que se responsabiliza. Mañana será el único día del año en el que no pueda permanecer en su infravivienda. "Tenemos que ser respetuosos y en Todos los Santos los familiares vienen a ver a sus seres queridos. Dejamos todo limpio y nos marchamos", cuenta.
La segunda ventaja de vivir en un cementerio se nota directamente en el bolsillo. "No hay que pagar alquiler", reconoce Rolando Lacap, un hombre de 45 años que nació en el North Cemetery y que no se ha movido un ápice del panteón de los Teves en el que su madre le dio a luz sin anestesia ni asistencia médica. "Mis padres ya cuidaban de él cuando vivía la mayoría de los miembros de la familia. Ahora solo quedan los nietos de quienes compraron la parcela, y yo sigo cuidando de sus antepasados". En sus palabras no se aprecia ni un atisbo de envidia por el hecho de que los huesos de los Teves tengan un hogar mucho más decente que el suyo.
Porque adecentando el panteón de esa familia consigue parte de los exiguos ingresos que le permiten comer una vez al día. "Les hacemos un favor y por eso nos dejan vivir aquí. De hecho, nos dan ropa e incluso comida. Creen que no solo adecentamos el mausoleo, sino que también damos compañía a los que están dentro". Vaya si la dan. Es posible que incluso los Teves no puedan descansar en paz, porque Lacap no está solo. Junto a las tumbas de esa familia, ha construido poco más que una tejavana a la que llaman casa diez personas más: su mujer, Victoria Lacap; cinco hijos, de los que solo uno ha llegado a pisar el instituto, y no por mucho tiempo; y cuatro nietos que, cuando no dan brincos jugando a rockeros con palos que sirven de guitarra eléctrica, duermen desnudos sobre el yacimiento final de los Teves. La suya es una vida sin oportunidades. Porque las ventajas de vivir en el cementerio difícilmente compensan los inconvenientes. "Tenemos que robar la electricidad y no hay agua corriente ni un lugar adecuado para hacer nuestras necesidades y lavarnos", enumera Rose Mari Mamaril, una mujer de 32 años que ha parido un bebé amarillento porque estuvo "tomando medicinas contra la diarrea durante el embarazo y sin consultar con ningún médico".
La ausencia de centros escolares y sanitarios, obviamente innecesarios para los muertos, agudiza los problemas sociales de estos refugiados del camposanto. "La consulta en el ambulatorio del barrio es gratuita, pero no así las medicinas o el tratamiento necesario, así que ¿para qué vamos a saber lo que tenemos si luego nadie va a poner remedio?", se pregunta Mamaril.
Malaria, dengue, tuberculosis y neumonía se encuentran entre las principales causas de mortalidad entre los habitantes de los cementerios y las barriadas de la capital filipina, un explosivo cóctel de unos 12 millones de almas. Cuando los virus no causan una escabechina, los tifones toman el relevo. "El viento se lleva por delante las casas, e incluso levanta las tapas de las tumbas y mata a gente. La lluvia no es mucho mejor", comenta Mamaril, sin atisbo de lamento alguno. "Y lo más preocupante es que muchos criminales vienen aquí a esconderse, y hay mucha droga y prostitución que crean un mal ambiente para nuestros hijos". La naturalidad con la que relata los peligros a los que se enfrentan ella y los suyos, en muchas ocasiones acompañada de carcajadas, es mucho más aterradora que la presencia de cientos de muertos a su alrededor.
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