Por Steven Erlanger/The New York
Times
Zonnebeke,
Bélgica— Al recorrer las ordenadas hileras de lápidas en los elegantes
cementerios que resguardan a los muertos de la Primera Guerra Mundial se siente
tanto asombro como lejanía. Con el deceso del último de los ex combatientes, la
Primera Guerra Mundial, que comenzó hace 100 años, ha pasado de la memoria a la
historia. Pero su eco no ha desaparecido –en tierra y geografía, en pueblos y
países, en las causas y consecuencias de la guerra moderna.
El
monumento situado aquí en Tyne Cot, cerca de Ypres y del fangoso terreno mortal
de Passchendaele, es el panteón más grande de la Mancomunidad Británica. Casi
12 mil soldados yacen bajo tierra en este lugar –cerca de 8 mil 400
identificados tan sólo como “soldado de la Gran Guerra, Dios lo conoce”. A
pesar de la inmensidad de este espacio, los soldados representan apenas una
diminuta porción de los 8.5 millones o más de ambos bandos que fallecieron, y
dicha cifra es solamente una fracción de los 20 millones que resultaron
seriamente heridos.
Durante la
primera guerra total europea, llamada la Gran Guerra hasta que vino la segunda,
también perdieron la vida siete millones de civiles.
Pero el
establecimiento de estos cementerios y monumentos, aquí y en poblaciones
situadas en todo el Frente Occidental, constituye más que un recordatorio sobre
la magnitud de la matanza. La Primera Guerra Mundial inició asimismo la
tradición de recordar a los soldados ordinarios por nombre y sepultarlos junto
a sus oficiales, en reconocimiento póstumo del individuo después del trauma de
la carnicería masiva.
Puede
decirse que la Primera Guerra Mundial comenzó el 28 de junio de 1914 en
Sarajevo, cuando el joven nacionalista Gavrilo Princip, que anhelaba una Serbia
más grande, asesinó al archiduque Francisco Fernando y su esposa, Sofía. Los
cuatro años y medio siguientes, con la guerra extendiéndose por Europa, Medio
Oriente y Asia, modificaron el mundo moderno de manera fundamental.
La guerra
destruyó reyes, káiseres, zares y sultanes; demolió imperios; introdujo las
armas químicas, los tanques y el bombardeo aéreo; llevó a millones de mujeres a
la fuerza laboral, apresurando su derecho al voto. Otorgó la independencia a
países como Ucrania, Polonia y las naciones del Báltico y creó en Medio Oriente
países nuevos con fronteras a menudo arbitrarias; trajo importantes cambios
culturales, incluyendo un nuevo conocimiento sobre la sicología de la guerra,
del “trauma de la guerra” y del estrés postraumático.
Además
representó el paso inicial de Estados Unidos como potencia mundial. El
presidente Woodrow Wilson terminó fracasando en sus ambiciones de un nuevo
orden mundial y una Liga de Naciones creíble, desencadenando gran caos al
insistir en un armisticio y apoyar una “autodeterminación” sin definir. Y la
rápida retirada estadounidense de Europa contribuyó a preparar el camino para
la Segunda Guerra Mundial.
Los
historiadores todavía discuten en torno a la responsabilidad por la guerra.
Algunos continúan culpando a Alemania, mientras que otros describen un sistema
de rivalidades, alianzas y ansiedades, motivadas por inquietudes sobre la
creciente debilidad de los imperios astrohúngaro y otomano y la creciente
fuerza de Alemania y Rusia que probablemente de todos modos desembocaran en
guerra, aun si había algún otro pretexto para tomar las armas.
Pero los
legados emocionales son diferentes para países distintos. A pesar de lo
sangrienta, para Francia la guerra fue una respuesta necesaria ante la
invasión. Impedir que el ejército alemán llegara a París durante la primera
batalla del Marne significaba la diferencia entre la libertad y la esclavitud.
La segunda batalla del Marne, por fin con la ayuda de soldados estadounidenses,
constituyó el inicio del fin para los alemanes. Esta era la “buena guerra”
francesa, mientras que la Segunda Guerra Mundial fue un embarazoso colapso, con
considerable colaboración.
Para
Alemania, la cual había invertido fuertemente en la maquinaria de guerra, se
trató de una derrota casi incomprensible, preparando el caldo de cultivo para
la revolución, el revanchismo, el fascismo y el genocidio. Curiosamente, dice
el historiador de guerra Max Hastings, tal vez Alemania hubiera dominado
económicamente Europa durante 20 años si no hubiera ido a la guerra.
“La más grande
ironía de 1914 es que muchos de los gobernantes de Europa sobrevaluaron
gravemente el poder militar y subestimaron gravemente el poder económico”, dijo
Hastings, enfatizando lo anterior cuando habla con generales chinos. Los
alemanes, también, aún están reconciliándose con su pasado, inseguros sobre
cuánta presión deben poner a su poder económico y político actual en Europa.
Para Gran
Bretaña, aún está por debatirse si los británicos debieron o no entrar a la
guerra. Pero en verdad lucharon, con millones de voluntarios hasta que los
muertos se acumularon en cantidades tan grandes que el reclutamiento militar
tuvo que hacerse obligatorio en 1916. El recuerdo del primero de julio de 1916,
el primer día de la Batalla de Somme –cuando 20 mil soldados británicos
murieron, 40 mil resultaron heridos y el 60 por ciento de los oficiales fueron
aniquilados– ha marcado la conciencia del pueblo británico, al grado de haberse
convertido en sinónimo de lo que viene a ser una masacre sin sentido.
“La idea de
que la guerra fue inútil e innecesaria aún sigue siendo tema de discusión en
Gran Bretaña”, dijo Lawrence Freedman, profesor de estudios bélicos en la
Universidad King’s College, en Londres.