La celebración del Día de Todos los Santos convierte los cementerios de Filipinas en una gran fiesta en la que no faltan enormes cantidades de alcohol, encarnizadas partidas de póquer e incluso competiciones de karaoke.
Cada primero de noviembre, los camposantos se transforman en un alborotado mar de cirios, ramos de flores y toldos que las familias colocan sobre las tumbas de sus seres queridos, donde pasan la jornada entera.
El habitual sosiego de estos lugares deja paso a una algarabía en la que se mezclan los gritos de los siempre numerosos niños con los rezos y las ruidosas conversaciones de los adultos.
En el cementerio de Mabalacat, 90 kilómetros al norte de Manila, los más previsores prepararon desde ayer su visita, limpiaron las lápidas de sus seres queridos y adecentaron el lugar para pasar la jornada de hoy.
Reggie Ortanez, uno de los más madrugadores, montó guardia anoche frente a la tumba de sus padres, sentado en una silla de playa y con las provisiones necesarias para entretenerse hasta que su hermano le releve de madrugada: cigarrillos, cervezas, brandy y una enorme bolsa de cortezas de cerdo, "chicharron" en tagalo.
Cuando le recuerdan que la ingesta de alcohol está prohibida en el camposanto, Reggie señala el pequeño cerco de cuerdas que ha montado alrededor de las dos tumbas y responde sin perder la sonrisa.
"Éste es mi territorio, estoy velando a mis muertos y nadie me puede decir lo que tengo que hacer", afirma.
A primera hora de la mañana, las familias más preparadas desplegaron hoy sus mesas de cámping, mientras que otras se conforman con una lona en el suelo y colocan sobre la lápida una ingente cantidad de comida y bebida.
Bajo un calor sofocante, las mujeres conversan y se ponen al día de los asuntos familiares, los hombres juegan al póquer y los niños se divierten fabricando enormes bolas de cera con los restos de los cirios que se desparraman sobre las lápidas.
"Cuando era pequeño, hacía lo mismo y era divertido, pero ahora nos pasamos el día en una esquina, asados de calor y deseando que se termine, sólo los más mayores y los niños disfrutan", se lamenta el joven Jeff Ventura mientras engulle un enorme plato de espaguetis con salsa de tomate dulce, la que más gusta a los filipinos.
De vez en cuando, la música hipnótica del heladero rompe la rutina y saca a los niños de su mundo de juegos.
Pero no es el único que hace negocio: desde la noche anterior, las entradas a los cementerios se llenan de tenderetes y puestos de comida entre los que no faltan algunas de las más exitosas franquicias de comida rápida, omnipresentes en el archipiélago.
"No hemos vendido casi nada aún, pero todavía puede animarse", comenta Julie Sarmiento ante los pinchos de carne y perritos calientes que se amontonan en el puesto que ha montado con su hermana.
La mayor parte de las familias no se conforman con visitar un sólo cementerio sino que hacen una ronda por todos en los que reposan los restos de algún familiar para terminar la jornada en el más grande de la zona, por el que es imposible transitar.
Cuando los efectos del alcohol se disparan, los más animados se atreven a interpretar, micrófono en mano algunas de las baladas románticas más populares en el karaoke.
El punto álgido de la fiesta llega a la caída del sol, y después va apagándose a medida que avanza la noche, igual que las velas para que al día siguiente no quede más que una descomunal cantidad de basura para acompañar a los difuntos. EFE esj/csm/jac
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