Bien, a ver cómo me las apaño para hablar de cementerios y que ustedes lleguen al final de la columna. Todo el que escribe en un periódico sabe lo fácil que le puede resultar a un lector dejar de leer un artículo si el tema va de algo sombrío y demasiado triste. Habrá lectores que lean la palabra ‘cementerio’ y se les vaya los ojos inmediatamente a otra página, a otro artículo, a otra lectura que le resulte más gratificante. Paul Johnson dijo en un ensayo titulado ‘El arte de escribir columnas’ que si un lector no termina una columna una semana, quizás no la empiece la siguiente. Así que aquí está mi reto. Aprovechando que el otro día atrasaron los relojes dediqué la hora de regalo para visitar el cementerio de mi pueblo, en el que está enterrado mi padre. Hacía una mañana estupenda. Si vas un día nublado o lluvioso a un camposanto tal vez te sientas sobrecogido por el fuste imponente de las tumbas, pero si vas un día de sol, joer, que te entran unas ganas enormes de vivir. En el cementerio había aire de romería, de día de fiesta casi y se escuchaban más risas que lágrimas. Los cementerios, como dice Guissepe Marcenaro, son una realidad viva que convocan un tipo particular de locura. Allí me encontré con un amigo de la infancia. Enseguida se juntan dos colegas que hace tiempo que no se ven y surgen las batallitas. –«¿Qué haces aquí?», le pregunté. Tan tonta era mi pregunta como sorprendente fue su respuesta: -«He venido a contarle el último chiste a mi padre». Su padre, me recordó, había muerto hacía unos cinco años y hasta que falleció fue un tipo con sentido del humor increíble. Jamás se le oyó un lamento o una queja y su positivismo era tal que no le contaba a nadie sus penas que, por lo visto, era muchas. –«Mi padre se pirraba por los chistes y de vez en cuando vengo y le cuento alguno. A los muertos también hay que divertirlos y no sólo venir a contarles penas», dijo mi amigo. Le dije que sí, que posiblemente llevaba razón y que, en el fondo, era otra forma de honrar la memoria del que ha fallecido. Me pidió que lo acompañara al nicho en el que estaba enterrado su progenitor y allí delante recordamos a Emilio, el antiguo sepulturero del pueblo que siempre que estaba enterrando a alguien cantaba por lo bajini la canción de los cuatros muleros. Yo le conté cuando una vez fui a hacerle una entrevista a un enterrador de Granada y me contó que había gente que pedía nichos con vistas a Sierra Nevada. Y que un día una señora que acaba de enterrar a su marido le pidió al sepulturero que cuidara del muerto: – «De vez en cuando dé usted una vuelta por si necesita algo.» También le hice partícipe de la guasa del transporte urbano de Granada cuya línea número 13 muere en el cementerio. Él se acordaba de una funeraria de Torreperogil que había hecho unos mecheros de publicidad y había puesto: «Usted siga fumando, que nosotros aquí lo esperamos». Entre risas y buen rollo estuvimos más de media hora hablando. Al salir del camposanto, mi amigo me dijo: -«Joer macho, seguro que mi padre ha pasao un rato de puta madre».
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