por David Torres
Cuando Hillary y Tenzing regresaban a las tiendas del collado sur,
exhaustos y felices, el neozelandés soltó una frase muy poco elegante
pero que venía a resumir las fatigas, penalidades y espantos de una
escalada al Everest: “Hemos tumbado a esa cabrona”. Era el 29 de mayo de
1953 y el hombre había tocado al fin el límite vertical del mundo;
mejor dicho, dos hombres, para que reinara la justicia poética: un
sherpa nacido al pie del Himalaya y un vástago de una isla del Pacífico,
súbdito remoto del mismo imperio que se había propuesto medio siglo
atrás, tras sendas derrotas en el polo norte y el polo sur, alcanzar el
tercer polo, el de las lejanas cumbres y los vastos abismos.
Sellando un pacto de caballeros, ambos decidieron no revelar jamás
quién de los dos había llegado el primero; al fin y al cabo, en una
cordada eso no tiene importancia. Pero durante décadas Tenzing Norgay
fue presionado por su gente para que revelara la verdad y le diera al
pueblo sherpa la satisfacción de haber precedido al hombre blanco allá
arriba. “El Everest es demasiado grande, demasiado precioso para que
haya nada excepto la verdad” escribió Tenzing
tras un largo acoso, “Hillary pisó la cumbre el primero. Y yo después”.
Curiosamente, es Tenzing el retratado en la cima, porque apenas hubo
tiempo para intercambiar papeles. Es una foto alucinante,
en la que el sherpa, abrumado por el azul oscuro de la atmósfera y la
máscara del equipo de oxígeno, casi parece un astronauta en otro
planeta. De hecho, apenas 16 años separan la conquista del Everest de la
conquista de la Luna, lo que da una idea de la dificultad de la
ascensión.
Algunos viejos montañeros, orgullosos hidalgos de otra época,
consideraron que la gesta de Tenzing y Hillary no tenía mucho valor.
“Eso no es más que deporte” dijo Geoffrey Winthrop Young, un perfecto
caballero británico famoso por sus escaladas al Cervino con una sola
pierna y mentor del mítico George Mallory, el alpinista que había
participado en las tres expediciones británicas al Everest en los años
veinte. Mallory fue visto por última vez junto a su compañero Andrew
Irvine en la arista noreste, en las estribaciones del Segundo Escalón, y
el descubrimiento de su cuerpo congelado en 1999 revivió el misterio
perfecto del montañismo. Todavía hay quien defiende que Mallory e Irvine
fueron los primeros en alcanzar la cima y, caso de encontrarse el
cuerpo de Irvine, que llevaba la cámara, la casa Kodak se ha
comprometido a hacer lo posible y lo imposible para revelar si la
centenaria película alberga una foto de cumbre.
“Cualquiera puede subir esta montañita” dijo Rob Hall intentando
zanjar la polémica. “Lo difícil es volver vivo de ella”. Para corroborar
esas palabras, Hall, que ya había hollado la cumbre varias veces, murió
cuando intentaba rescatar a uno de sus clientes. Fue en 1996, hasta la
fecha, la mayor tragedia en la historia del Everest, cuando un
inesperado cambio de tiempo atrapó a dos grupos dispersos de alpinistas
que se saltaron los límites elementales de seguridad. Jon Krakauer, un
alpinista enviado por la revista Outside, relató la masacre en Into the thin air,
un espeluznante reportaje sobre la inesperada pugna que se entabló
entre dos expediciones comerciales que de repente se encontraron
compitiendo por ver cuál de las dos ponía más hombres en la cima y que
acabaron sembrando la cara sur de cadáveres.
En el libro de Krakauer salía bastante mal parado Anatoli Boukreev,
el guía de la otra expedición, un as del ochomilismo que acabaría
sepultado en un alud en el Annapurna, y que le dio la réplica a Krakauer
en Everest 1996. Allí, entre otras cosas, relataba la serie de
salidas desesperadas que hizo en plena noche, bajo la tormenta que
atronaba el collado sur, y en las que logró rescatar de la muerte a
varios clientes. Una de ellos, Sandy Hill Pittman, una excéntrica
neoyorquina que iba al Everest como quien va de picnic, ilustra bastante
bien la lucha de clases que se había establecido ya a más de ocho mil
metros de altitud, cuando un solo sherpa tenía que cargar con toda su
pesada e inútil impedimenta a las espaldas.
Hoy día, mientras turistas sin la menor idea de alpinismo pagan una
millonada para que los suban al techo del mundo por la ruta de la cara
sur, la ascensión al Everest ha pasado de la categoría de deporte, que
tanto desdeñaba Young, a la de puro y simple negocio. El espíritu de los
pioneros queda únicamente para aquellos que osan abrir nuevas vías de
escalada, muchas veces en invierno y sin oxígeno. Por lo demás, el
Everest se ha transformado en un osario donde reposan aquí y allá,
cientos de cadáveres, algunos con chaqueta de tweed, algunos
con plumíferos, algunos envueltos en su estela de gloria, otros humildes
y casi desnudos, otros tercos y extravagantes. El sepulcro más bello
del mundo, como dijo alguien recordando la heroica escalada de Mallory e
Irvine, es ahora el cementerio más caro de la Tierra.
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