martes, 3 de mayo de 2011

Gonzalo Rojas: contra la muerte

Por José Emilio Pacheco




Rojas había nacido en Lebu, capital del viejo Arauco indomable, en los últimos días de l9l7, es decir en l918, el año en que Vicente Huidobro publicó en Madrid el vasto poema Ecuatorial y la serie de textos en prosa titulada Poemas árticos. Así empezó la vanguardia en lengua española.
En 1938, a sus 20 años, formó parte por breve tiempo del Grupo Mandrágora integrado por Braulio Arenas, Teófilo Cid, Enrique Gómez Correa y Jorge Cáceres, que llevó el surrealismo a Chile. Fue también el momento de Tala de Gabriela Mistral. Los jóvenes de Mandrágora no supieron leer Tala y sin embargo la Mistral le dio a Rojas la honda materialidad de su poesía.
El joven poeta del sur abandonó sus estudios universitarios para irse al norte, al desierto de Atacama, en donde enseñó y recibió la lección de los mineros. En una edición muy pobre y pagada por el autor, salió en una imprenta de Valparaíso La miseria del hombre (l948). Fue recibido con una animosidad inconcebible ante el surgimiento de una nueva voz. El mayor cargo que se alzó contra él: su inmoralidad. El cuerpo del delito era sobre todo: “Perdí mi juventud”, en que el hablante, un muchacho de 20 años, entra en el burdel y halla en el salón el velorio de la prostituta adolescente a la que frecuentaba:
“Un coro de rameras te velaba
de rodillas, oh hermosa
llama de mi placer, y hasta diez velas
honraban con su llanto el sacrificio,
y allí donde bailaste
desnuda para mí, todo era olor a muerte.”

De la poesía sin boom

En l960 Rojas organizó en la Universidad de Concepción un encuentro de escritores iberoamericanos que hoy se considera el origen del boom, pues dio a los autores de nuestros países, que eran jóvenes en ese instante, la oportunidad de tratarse y reconocerse, algo que no había ocurrido desde los tiempos del modernismo, cuando los poetas del continente pudieron relacionarse en París y en Madrid.
El auge de la narrativa fue paralelo al de la poesía. Por razones de mercadeo, la poesía no obtuvo la resonancia que hallaron los novelistas. Sin embargo, cuando en l964 Rojas publicó Contra la muerte su destino fue muy distinto al que había tenido La miseria del hombre. A partir de entonces Rojas fue leído en todo el ámbito de la lengua española.
Sus libros siguientes, como Oscuro, Transtierro, Del relámpago, 50 poemas, Materia de testamento, Desocupado lector, Río turbio o Diálogo con Ovidio encontraron el mayor interés y la más honda aceptación. Rojas es hoy el poeta de lengua española con más ediciones, compilaciones y antologías –por ejemplo Concierto (l935-2003), selección y prólogo de Nicanor Vélez– y obtuvo con la mayor justicia todos los premios: Reina Sofía, José Hernández, Octavio Paz y en 2004 el Cervantes. Esto exigió un precio trágico pues marginó sin quererlo a Nicanor Parra, el gran autor de Poemas y atipoemas, que se acerca a los cien años sin obtener como merece un reconocimiento semejante.
Rojas es un caso singular pues en un ambiente poético como el chileno célebre por su belicosidad él no peleó. A la ilusión de destruir prefirió siempre la tarea de anexar y colonizar. Se apropió para sus fines de toda la vanguardia pero también de la tradición clásica y la poesía de los siglos de oro. Respondió en esto a la teoría de Federico de Onís en el sentido de que la literatura hispanoamericana hace compatible lo que en Europa es irreconciliable y vuelve simultáneo lo que allá es sucesivo. Sólo una inteligencia crítica de primer orden puede haberse apropiado de lo más dispar y encontrado en todo ello la fuente de su originalidad.
Como Rubén Bonifaz Nuño, Rojas creó una versificación enteramente nueva en español que se aparta del empleo abrumador, aunque a veces oculto, del octosílabo y el endecasílabo. Poesía para el ojo y para el oído, la de Rojas reivindica al verso como la unidad esencial del poema y le da la fuerza de la respiración y el ritmo de la sangre.
Así como otros se vanaglorian de sus metamorfosis, Rojas estaba orgulloso de haber nacido adulto para su arte y no haber cambiado nunca. Le gustaba incluir en sus libros de madurez y aun de vejez poemas del joven y del adolescente, como para decirle a su lector: “Mira, es igualito”.
Por supuesto no era así: Rojas cambió y enriqueció su poesía hasta sus últimas páginas. Si en cada nuevo libro resucitaba textos de otros libros era para subrayar su idea de la poesía como un río al que nada detiene, es distinto a cada segundo y es el mismo siempre.
La noción de fluidez se vuelve tan definitoria para Rojas como la idea de la respiración. Sus poemas se escuchan y se aspiran:

I
“Miro el aire en el aire, pasarán
estos años cuántos de viento sucio
debajo del párpado cuántos
del exilio,
2
comeré tierra
de la Tierra bajo las tablas
del cementerio, me haré ojo,
oleaje me haré
3
parado
en la roca de la identidad, este
hueso y no otro me haré, esta
música mía córnea
4
por hueca.
Parto
Soy, parto seré.
Parto, parto, parto.

Del misterioso llanto en maya

Rojas puede serlo todo: íntimo y público, erótico y político. Su obra está dirigida no a los lectores sino a los relectores. Es imposible e indeseable pasar de prisa por sus descensos a los abismos del mar y a las profundidades de la Tierra y las cavidades para siempre ignotas de los seres humanos.
Su relación con México, iniciada en l959, requiere un capítulo aparte para ver la manera en que Juan Rulfo aparece y reaparece en sus versos. Hay una extensa correspondencia con Paz que está por conocerse todavía.
Uno jamás se cansará de leer y releer a Gonzalo Rojas.

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