Más de 700 alpinistas se quedaron para siempre en los ochomiles del Himalaya. El rescate de los cuerpos es prácticamente imposible a causa de la altitud y del difícil acceso a los lugares donde reposan. La mística montañera suele dar por bueno que existan cementerios a ras de cielo.
Al otro lado del mundo, Nieves de Pellegrin sube por una estrecha y resbaladiza trocha con la ayuda de un bastón, cargando con sus casi ochenta años y sus recuerdos. Su pelo es como su nombre, como el lugar por donde se deslizaron el amor y la juventud. La anciana tiene el suficiente resuello para explicar a los turistas la flora de la montaña andina. Después de unos minutos llega al Cementerio del Montañés, cerca de San Carlos de Bariloche (Argentina), última residencia de amantes de las cumbres. Algunos murieron jóvenes mientras intentaban «la conquista de lo inútil»; otros, como Gino, el marido de Nieves, fallecieron en la cama después de una larga e intensa vida. Miembro del primer equipo nacional argentino de esquí, Gino de Pellegrin fue una de las glorias de una actividad que echó raíces en Bariloche. «Aquí estoy otra vez, flaco, la cuesta todavía no puede conmigo», le dice Nieves a su esposo. Los cementerios nos seducen. Tal vez por la misma razón que explica el éxito de las esquelas en los periódicos (las leemos, ergo seguimos vivos). O porque nos gusta explorar las fincas de los demás por si nos inspiran alguna idea. Esta en concreto, con vistas al Parque Nacional Nahuel Huapi, es original, aunque la vegetación termina por reclamar lo que es suyo.
«Papá, te fuiste donde querías», dice una placa recordando a alguien cuyos restos no están ahí, sino en el Himalaya. «Apoyaste tu cabeza en las rocas... No supiste morir de otra forma que no fuera en tu montaña. Te amamos». Nieves tiene a dónde ir. Los parientes de los que murieron en los ochomileslo tienen más difícil.
La muerte, tema tabú
Simone Moro recordaba hace unos días en Barcelona su ascensión invernal al Gasherbrum II en compañía de Denis Urubko y Cory Richards; la épica de un alpinismo puro, sin muletas, y la conmoción por tropezarse con cadáveres congelados. «Te recuerdan lo que puede pasar». El alpinista italiano, como la mayor parte de sus colegas, no es muy partidario de tocar este asunto. «La muerte es tabú», señala Darío Rodríguez, director de Desnivel, revista especializada en actividades de montaña. «Así que no suelen hablar de ella. Además, sienten que solo salen en la prensa cuando ocurre alguna desgracia. Pero tienen muy claro que puede ocurrirles. El cosquilleo empieza en el aeropuerto, antes del inicio de la aventura».
La estadística aterra como la visión de esos cuerpos medio sepultados por la nieve. Cuatro de cada diez alpinistas que retan al Annapurna jamás vuelven. La montaña maldita fue el primer ochomil en ser hollado, en 1950. Maurice Herzog y Louis Lachenal, miembros de una expedición francesa en la que también estaba el mítico Lionel Terray —el primer conquistador del Makalu y el Fitz Roy—, protagonizaron la hazaña. Desde entonces, la mala prensa del coloso nepalí lo ha convertido en el menos codiciado: ocupa el último lugar en número de ascensiones, con 153 (datos hasta 2008), en brutal contraste con otros ochomiles, como el Everest (3.684) o el «asequible» Cho Oyu (2.668), que forma parte del catálogo de algunas agencias de viajes especializadas. «Los que buscan el pleno suelen dejar el Annapurna para el final. Así ocurrió con Juanito Oiarzabal y Edurne Pasaban», dice Rodríguez.
En el caso de la tolosarra, primera mujer en conquistar las 14 cumbres más altas del planeta, un problema burocrático impidió que fuera estrictamente así: el retraso de los permisos provocó que el Shisha Pangma fuese el último, el 17 de mayo de 2010. Un mes antes estaba en la cima del Annapurna. «Recuerdo que le decía a mi madre: “Tranquila, nunca iré a esa montaña”. Así que cuando tomé la decisión de coronar todos los ochomiles ambas sentimos una profunda desazón», comenta Pasaban a ABC. «El K2 entraña más dificultad técnica, pero el Annapurna es peligrosísimo. Es una ascensión sembrada de seracs (bloques de hielo rodeados de grietas), muy expuesta a las avalanchas. Estás en tensión desde que das el primer paso fuera del campo base». Sus experiencias más dramáticas fueron, sin embargo, en las bajadas del K2 y del Kanchenjunga. «Cuando no gestionas bien las fuerzas pasas un calvario. La verdadera cima está en el campo base, cuando regresas».
En octubre pasado la «diosa de las cosechas» (así se traduce Annapurna del sánscrito) se tragó a tres alpinistas surcoreanos; uno de ellos, Park Young-seok, era una leyenda: los 14 ochomiles, las siete cimas más altas de cada continente y los dos polos engordaban su currículo. En su afán por hacer prisioneros, esta «diosa» no respeta galones. Park y sus socios de cordada han sido las últimas víctimas.
En aquella primavera en la que Edurne Pasaban escapó de la maldición del Annapurna, el mallorquín Tolo Calafat murió, solo y agotado, durante el descenso del grupo liderado por Oiarzabal. Dos años antes, en 2008, el navarro Iñaki Ochoa de Olza falleció en el mismo escenario debido a daños en el cerebro y los pulmones tras permanecer cinco noches a 7.400 metros. Los casos de Tolo e Iñaki conmovieron a la opinión pública no solo por el desenlace, sino por sus diferentes relatos: los intentos frustrados de rescate en el primer caso —sherpas de la expedición de la coreana Oh Eun-Sun se negaron a intentarlo aludiendo al riesgo extremo—; la solidaridad de un puñado de alpinistas en el segundo, que hicieron todo lo posible por salvar a su compañero.
Fantasmas en el hielo
Simone Moro sobrevivió allí en 1997 a una avalancha que sepultó al kazajo Anatoli Boukreev. Escalador de altísimo nivel, Boukreev fue testigo del suceso de 1996 en el Everest, cuando ocho personas de diversas expediciones comerciales murieron como consecuencia de la mala preparación y las decisiones desafortunadas de los guías en medio de una tormenta; otras cuatro fallecieron durante las semanas siguientes por las graves lesiones sufridas. Si los fantasmas del Everest pudieran hablar, tal vez cambiarían la historia. O no. El techo del mundo es el ochomil más ascendido y el que ha matado a más montañeros, pero no el más peligroso. Uno de los muertos más célebres es George Mallory, el que dijo aquello de «subo al Everest porque está ahí». En 1924, el británico desapareció junto a Andrew Irvine a más de 8.000 metros de altura. Su cuerpo fue hallado 75 años después, en 1999. Persiste la duda sobre si consiguieron hacer cumbre, en cuyo caso se habrían adelantado 29 años al primer ascenso oficial, el de Edmund Hillary y Tenzing Norgay en 1953. La cámara que llevaba Irvine podría revelar la prueba. Siempre que alguien dé con su cadáver en aquel gigantesco panteón.
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