Por: Angélica Pérez Pérez
En la casa de los Abdul Wahid domina el orden. Como si las mínimas cosas con las que cuenta la familia estuvieran preparadas para una mudanza inminente que, sin embargo, se aplaza desde hace casi veinte años. Esta vivienda podría estar en cualquier barrio de invasión de cualquier metrópoli del mundo. La diferencia es que la casa de los Abdul Wahid queda dentro de una necrópolis: El cementerio Ghafir en El Cairo.
“Yo llevo 19 años viviendo aquí. Llegué cuando tenía seis. A mi abuelo se le derrumbó la casa y no teníamos los medios para conseguir otra. Se sabía que la gente muy pobre venía a vivir en los mausoleos de la capital y así lo hicimos. Y no hemos podido irnos. Mis tres hermanos nacieron aquí en el cementerio”.
La familia de Karim, el hijo mayor de los Abdul Wahid, llegó a El Cairo como los millones de migrantes rurales que, a lo largo de las últimas décadas, han venido a la caótica capital egipcia buscando alguna posibilidad de futuro. Pero una urbe de 25 millones de habitantes, sin planeación urbanística y en donde el salario mínimo, cerca de US$50, vale lo mismo que un alquiler barato, no les ha dejado otro espacio para habitar que los sepulcros ajenos de la Ciudad de los Muertos, como se le conoce.
Miseria, éxodo rural, especulación inmobiliaria. Los mausoleos invadidos de El Cairo distan del paisaje de indigencia que comúnmente ofrecen los cinturones de miseria en otras urbes. Los habitantes (difícil de encontrar cifras concordantes, un estudio oficial elaborado en el 2008 habla de dos millones, algunos investigadores las duplican) de las cinco grandes necrópolis de la capital egipcia, divididas a su vez en varios cementerios, se han organizado al estilo de una metrópoli.
Hay varios barrios y cada uno comprende cierto número de tumbas de cuyo mantenimiento se encarga un sepulturero —Tourabi—. También hay alguien que se encarga de los vivos: El Mu’allem, una especie de jefe del sector, mitad portero mitad agente inmobiliario, quien tiene como función principal cobrar a los ocupantes de los mausoleos los alquileres (menos de US$10 al mes) y entregarles el dinero a las familias propietarias.
Un sistema de renta que no siempre se cumple. Poco antes de que el dueño del mausoleo donde viven los Abdul Wahid muriera y se viniera a habitar entre muertos propios y vivos ajenos, le dijo a sus hermanos que cesaran de cobrar el arriendo a los inquilinos de sus tumbas.
“Los primeros años pagábamos un alquiler muy bajo, dice Sanah, la madre de Karim. Pero mi marido quedó lisiado y no pudo nunca más manejar el taxi. Mis dos hijos mayores trabajan como vendedores ambulantes las horas en que no van a la escuela y con lo que ganan apenas comemos. Nosotros tenemos que matarnos para conseguir el pan. Cuando ocurrió la Revolución Democrática, a comienzos de este año, el gobierno de Mubarak nos prometió que nos iba a alojar en apartamentos. Pero cuando todo pasó, cuando el presidente se fue, nos dimos cuenta que lo habían dicho para calmar al pueblo. He ido varias veces al Ministerio de la Vivienda a presentar mi solicitud y no me hacen caso”.
Mientras aguarda el día en que podrá dejar de vivir sobre las tumbas, Sanah se esmera por acomodar minuciosamente y con dignidad la pobreza de su morada: una diminuta habitación en la que apenas cabe una cama destinada al padre y a los tres hijos varones. Un salón cuya austeridad solo la rompe la presencia de un televisor de 32 pulgadas. Allí, sobre alfombras, duermen las dos mujeres de la familia, Sanah y su hija de 16 años. La cocina, está montada en un espacio robado a la nada.
Estos cuarenta metros cuadrados, mezcla de precariedad y limpieza, se erigen sobre las tumbas destinadas a las mujeres de la familia propietaria del mausoleo. Afuera, en el lugar que uno asimilaría al patio de la casa, hay una planicie de cemento bajo la cual yacen los cadáveres de los hombres. Nadie puede caminar sobre ellos.
“A nosotros la muerte no nos da miedo. Siempre, en todas las épocas de nuestra historia, ha habido gente que vive aquí con sus muertos”, dice Karim. Y es justamente esa convivencia de vivos y muertos la que desbarata la idea de lo macabro tan ligada a la muerte en la visión Occidental. Makaber, que viene del árabe, fue el término con el que por siglos se denominó en la España del antiguo régimen a los cementerios, antes de que la palabra saltara la frontera de los Pirineos, se convirtiera en macabro y regresara a ocupar las páginas del diccionario de la Real Academia de la Lengua española, convertida en un galicismo “relacionado con la muerte y con las sensaciones de horror y rechazo que esta suele provocar”.
El makaber o la Ciudad de los Muertos, como le dicen los egipcios al cementerio es, en cambio, un lugar donde históricamente vivos y muertos han cohabitado. Tradicionalmente los egipcios construyeron sus tumbas como mausoleos habitables para poder pasar allí los 40 días de duelo. En Egipto, musulmanes o cristianos coptos no ven el cementerio como el lugar de la muerte sino el sitio donde la vida comienza, dice el antropólogo Malak Yakan. De hecho, los viernes numerosas familias de creyentes musulmanes llegan al cementerio para encontrar el alma de sus difuntos que en la víspera ha bajado al lugar donde se encuentra el cuerpo sepultado. Durante esas horas las familias propietarias de las tumbas hacen las veces de invitados y los extraños que alquilan u ocupan sus mausoleos se transforman en anfitriones.
Pero en el Egipto del régimen de Hosni Mubarak esa convivencia, si tal cosa fuera posible, entre vivos y muertos se transformó en la expresión de la acelerada pauperización de la sociedad. Durante las últimas décadas los habitantes de los cementerios capitalinos se convirtieron en una comunidad urbana muy pobre, separada, ilegal pero tolerada.
Y con un destino incierto. Saben que al vivir en la Ciudad de los Muertos violan la ley pero no están dispuestos a salir de allí hasta que el Gobierno no les otorgue una solución de vivienda. Reivindicación inaudible durante un régimen que cayó en febrero pasado, justamente por haber creado miseria e instalado la corrupción como la esencia del contrato social.
“Los días que siguieron al 25 de enero fui al centro de la ciudad y me uní a los millones de personas que estaban concentradas en la Plaza Tahrir. Yo también quería exigir mejores condiciones de vida para todos. Pero cuando unos días después, en plena revuelta, el gobierno liberó a los criminales de las cárceles tuve que regresar al cementerio para proteger a mi familia. Los delincuentes llegaron a violar mujeres y robar lo poco que tenemos. Tuvimos que encerrarnos”, narra Karim quien a sus 23 años vive obsesionado con la idea de ir a la Universidad para estudiar finanzas.
Karim y sus tres hermanos van a la escuela. Para ellos la vida fuera del cementerio no es fácil. Resulta complicado decir en la escuela que uno habita en la Ciudad de los Muertos. Pero adentro la situación no es mejor. Al caer la noche, la electricidad se corta, las mujeres se encierran en sus casas y el cementerio muta a refugio de maleantes. “Vienen a drogarse, a ultrajar mujeres en los callejones oscuros. Y aquí a la policía no le vemos ni el pelo”, dice Karim.
Cada tarde, al regresar del colegio Aya, la única hija de los Abdul Wahid, se encierra en el mausoleo donde nació. Su madre prefiere que no salga de allí para protegerla del crimen. Aya, que en árabe significa verso, quiere estudiar derecho. No le tiene miedo a los muertos. Aya le teme a los vivos.
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