Por Ana María Martínez de Sánchez
Los llamados cementerios
generales, construidos durante el transcurso
del siglo 19, conservan
la primitiva distribución del espacio y su arquitectura de valor patrimonial.
Los cristianos creían que la
cercanía de los muertos a sepulturas de mártires y santos ayudaba a alcanzar el
cielo. Por eso las iglesias se convirtieron en lugares habituales de
enterramiento. Aún pueden verse en ellas las losas que los tapan, generalmente
de forma anónima. Tanto las del clero secular (parroquias), como las de órdenes
regulares (franciscanos, mercedarios, dominicos o jesuitas, como las
carmelitas) cobijaron a los difuntos. En Córdoba, desde la fundación y hasta
mediados del siglo 19, la sepultura más solicitada en los testamentos fue en
San Francisco.
Desde comienzos del siglo 18 los
borbones pusieron en marcha una serie de reformas –económicas, políticas y
administrativas– en todos sus dominios. Una de ellas fue la prohibición de
enterrar dentro de las iglesias (por razones higiénicas). La concreción de la
medida y la construcción de cementerios “fuera de poblado” fue un largo
proceso, ya que los habitantes de las ciudades no concebían vivir lejos de sus
muertos, pues quedarían faltos de protección porque los animales podían cavar
la tierra.
Una epidemia de escarlatina –en
1838– obligó a
sepultar en un espacio público, apartado de la zona
urbana. En las inmediaciones
del Pueblito se concretó en 1843 el “campo santo” de San Jerónimo, bendecido
por el capellán de la cofradía del Carmen, Estanislao Learte. Sólo podrían
seguir enterrándose en sus iglesias las monjas de Santa Teresa, las Catalinas y
las del Colegio de Niñas Huérfanas.
La construcción del nuevo
cementerio fue azarosa por diversas circunstancias, como falta
de
recursos e incumplimiento
de los contratos. En 1847 tenía capilla, provista de altar y útiles para el culto, dos campanas, un cuarto para recibo, otro
para guardar herramientas y un tercero destinado al cuidador y los peones, además
de la provisión de agua.
Como la necrópolis no se
utilizaba regularmente, en 1857 se reiteró la obligación de sepultar en ella,
año en que comenzó a funcionar la Municipalidad como tal, luego de que el Cabildo
se extinguiera en 1824.
En 1864 se creó el llamado
Cementerio de Disidentes, conocido como Del Salvador, pues la ciudad comenzó a
recibir población no católica a la que había que proporcionarle un lugar acorde
a sus creencias. La humanidad desde la antigüedad manifestó su culto a los muertos,
pues creía en una justicia que sobrepasaba la vida terrenal. Tras miles de años
se constata la pérdida del significado sepulcral, pues las cenizas de quienes
se creman en muchas ocasiones se esparcen, sin consagrarles un lugar
específico al que puedan regresar sus descendientes. Una forma –tal vez
inconsciente dentro de la conciencia inmediata– de mantener el recuerdo sólo en
el espacio de la memoria inmaterial.
Fuente: http://www.lavoz.com.ar/temas/un-lugar-real-para-los-muertos
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