martes, 20 de enero de 2015

Argentina: Un lugar real para los muertos


Por Ana María Martínez de Sánchez



Los llamados cementerios generales, construidos durante el transcurso del siglo 19, conservan la ­primitiva distribución del espacio y su arquitectura de valor patri­monial.
Los cristianos creían que la cercanía de los muertos a sepulturas de mártires y santos ayudaba a alcanzar el cielo. Por eso las iglesias se convirtieron en lugares habituales de enterramiento. Aún pueden verse en ellas las losas que los tapan, generalmente de forma anónima. Tanto las del clero secular (parroquias), como las de órdenes regulares (franciscanos, mercedarios, dominicos o jesuitas, como las carmelitas) cobijaron a los difuntos. En Córdoba, desde la fundación y hasta mediados del siglo 19, la sepultura más solicitada en los testamentos fue en San Francisco.
Desde comienzos del siglo 18 los borbones pusieron en marcha una serie de reformas –económicas, políticas y administrativas– en todos sus dominios. Una de ellas fue la prohibición de enterrar dentro de las iglesias (por razones higiénicas). La concreción de la medida y la construcción de cementerios “fuera de poblado” fue un largo proceso, ya que los habitantes de las ciudades no concebían vivir lejos de sus muertos, pues quedarían faltos de protección porque los ani­males podían cavar la tierra. Una epidemia de escarlatina en 1838 obligó a sepultar en un espacio público, apartado de la zona urbana. En las inmediaciones del Pueblito se concretó en 1843 el campo santo de San Jerónimo, bendecido por el capellán de la cofradía del Carmen, Estanislao Learte. Sólo podrían seguir enterrándose en sus iglesias las monjas de Santa Teresa, las Catalinas y las del Colegio de Niñas Huérfanas.
La construcción del nuevo cementerio fue azarosa por diversas circunstancias, como falta de recursos e incumplimiento de los contratos. En 1847 tenía ca­pilla, provista de altar y útiles para el culto, dos campanas, un cuarto para recibo, otro para guardar herramientas y un tercero destinado al cuidador y los peones, además de la provisión de agua.
Como la necrópolis no se utilizaba regularmente, en 1857 se reiteró la obligación de sepultar en ella, año en que comenzó a funcionar la Municipalidad como tal, luego de que el Cabildo se extinguiera en 1824.
En 1864 se creó el llamado Cementerio de Disidentes, conocido como Del Salvador, pues la ciudad comenzó a recibir población no católica a la que había que proporcionarle un lugar acorde a sus creencias. La humanidad desde la antigüedad manifestó su culto a los muertos, pues creía en una justicia que sobrepasaba la vida terrenal. Tras miles de años se constata la pérdida del significado sepulcral, pues las cenizas de quienes se creman en muchas ocasiones se esparcen, sin con­sagrarles un lugar específico al que puedan regresar sus descen­dientes. Una forma –tal vez inconsciente dentro de la conciencia inmediata– de mantener el recuerdo sólo en el espacio de la memoria inmaterial.

Fuente:  http://www.lavoz.com.ar/temas/un-lugar-real-para-los-muertos

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